La vida es una
marcha hacia la cárcel.
La verdadera
literatura debe enseñar
a escapar o prometer la
libertad.
A. Chéjov.
Si
la literatura es una forma de conocimiento, puede que no esté tan
interesada en la verdad como en la vida. Quizá no busque un
conocimiento profundo y verdadero, sino la experiencia de la vida de
la que surge algo de verdad, siempre mezclada con ese resto mezquino,
cobarde y poco loable de la condición humana. En uno de los
apartados de este magnífico libro que leí hace poco, Jacques
Bouveresse cita la siguiente frase de Valéry: «Profundo
es (por definición)
lo que está alejado del conocimiento. Superficial,
lo que es conforme al conocimiento fácil y rápido».
Es cierto, como acota a continuación Bouveresse, que el conocimiento
de la vida no tiene nada de fácil y rápido. Salvemos el reproche
con un matiz: la literatura busca un conocimiento que no puede ser
profundo,
sino que es superficial en cuanto
que es inmediato. O
por lo menos, la única mediación es la que se atribuye al estilo
del escritor, que no estaría sujeto al sistema de la ciencia o al
rigor lógico del razonamiento filosófico. El escritor no busca un
conocimiento sistemático, sino que lo hace surgir de la descripción
de un ambiente, de la confrontación entre personajes, actos e ideas
que los mueven, de la incongruencia entre lo que las personas piensan
y lo que hacen, o lo que hacen en público y piensan en privado,
etcétera. Es, si se quiere, una especie de interrogación moral.
Bouveresse trata de acercar la literatura a la filosofía moral, es
decir a una filosofía práctica que tendría por tarea responder a
la pregunta «¿cómo
debemos vivir?».
Es, de todos modos, una apuesta arriesgada. El escritor no es un
moralista, cuando lo es no hace buena literatura y cuando escribe
verdadera literatura no lo es. La verdad sólo surge en literatura
rodeada del artificio, del horror y la belleza, de lo sublime y lo
banal.
Si
el filósofo quiere ordenar el mundo poniendo orden en sus ideas, y
alineando sus pensamientos como un batallón de artillería, el
escritor vive emboscado en una guerra de guerrillas permanente. Si el
científico quiere medir la realidad mediante sus instrumentos, el
escritor pule la validez de sus procedimientos con la realidad. Si su
búsqueda es universal, lo es en cuanto a que busca lo anterior a la
Ley, lo que aún permanece en la unidad, en lugar de tratar de
legislar sobre el Universo.
El
escritor, por eso, no pretende tanto decir con su obra «cómo
debemos vivir»,
como interrogarse sobre qué tipo de vida hemos elegido; y su
pregunta de partida puede ser muy bien «¿cómo
podemos, pese a todo, vivir?»
En cualquier caso, lo que Bouveresse critica con más acierto es esa
corriente posmoderna que condena a la literatura a ser un mero
artefacto «textual
y lingüístico»
que en nada tiene que ver con los problemas sociales de su tiempo.
Pero el riesgo de la literatura política es tratar de convertir al
escritor en una especie de forjador del «hombre
nuevo».
No es esa la naturaleza de su conocimiento. No se trata tanto de una
pugna entre racionalidad e irracionalidad, como del despliegue de un
conocimiento razonable.
Y lo razonable no tiene porqué coincidir con alguna forma de
«sentido
común»,
y menos en nuestros días. El torbellino de la modernización, que
nos lanza hacia una irracionalidad equipada tecnológicamente,
enarbola siempre la bandera la Razón y del Progreso, tanto más
cuanto menos confesables son sus fines. Por eso el escritor también
debe asumir el compromiso de fabular a contracorriente de la historia
y del progreso, y de ofrecer, como quería Octavio Paz, alguna forma
de regreso.
No
es lo que sucede en nuestros días. Según Bouveresse:
«[…]
la postura mayoritaria de los escritores actuales, cuando no se
integran abiertamente en el sistema, es mucho menos la de oponerse y
luchar que la de resignarse o mostrar una indiferencia más o menos
cínica».
Lo
que me pregunto es en qué sentido la literatura puede hacerse útil
para un conocimiento práctico de la vida, como quiere Bouveresse
siguiendo a Martha Nussbaum. En cualquier caso, ¿de qué «vida»
estamos hablando? Defender al escritor como un maestro de virtud, del
que la sociedad tecnológica no debería querer prescindir si quiere
seguir siendo legítima,
es una contradicción insuperable. En otro lugar he escrito que la
tarea sacralizadora que ha sido siempre la de la poesía está
condenada en nuestros tiempos a desaparecer si no presta sus
servicios a la nueva religión del progreso tecnológico. Para esa
situación no hay atajos institucionales ni reorientaciones de la
crítica literaria que valgan. Por más que la crítica formalista
haya acabado en una quietud y un balbuceo desesperantes, el
conocimiento del escritor no se puede valer por sí mismo contra la
gran corriente de la vida administrada. La organización del Estado y
de la Técnica, llevada a cabo contra la sociedad (aunque su
propaganda diga que es a favor del Desarrollo), no deja mucho margen
para el conocimiento del escritor. En momentos de decadencia social y
degradación acelerada de las condiciones de civilización, como son
los nuestros, el escritor asume el papel del misántropo, y retiene
como puede las palabras que aún sostienen algo distinto a la Ley. En
esos momentos no puede más que estar contra la verdad, y a favor de
la vida. Por eso no le queda más remedio que convertir su vida en
literatura, y es en ese segundo en que decide, en ese instante único, cuando por un momento atisba algo de su
verdad.