lunes, 31 de marzo de 2014

Literatura, verdad y vida. Sobre “El conocimiento del escritor” de Jacques Bouveresse.


 
La vida es una marcha hacia la cárcel.
La verdadera literatura debe enseñar
a escapar o prometer la libertad.

A. Chéjov.



Si la literatura es una forma de conocimiento, puede que no esté tan interesada en la verdad como en la vida. Quizá no busque un conocimiento profundo y verdadero, sino la experiencia de la vida de la que surge algo de verdad, siempre mezclada con ese resto mezquino, cobarde y poco loable de la condición humana. En uno de los apartados de este magnífico libro que leí hace poco, Jacques Bouveresse cita la siguiente frase de Valéry: «Profundo es (por definición) lo que está alejado del conocimiento. Superficial, lo que es conforme al conocimiento fácil y rápido». Es cierto, como acota a continuación Bouveresse, que el conocimiento de la vida no tiene nada de fácil y rápido. Salvemos el reproche con un matiz: la literatura busca un conocimiento que no puede ser profundo, sino que es superficial en cuanto que es inmediato. O por lo menos, la única mediación es la que se atribuye al estilo del escritor, que no estaría sujeto al sistema de la ciencia o al rigor lógico del razonamiento filosófico. El escritor no busca un conocimiento sistemático, sino que lo hace surgir de la descripción de un ambiente, de la confrontación entre personajes, actos e ideas que los mueven, de la incongruencia entre lo que las personas piensan y lo que hacen, o lo que hacen en público y piensan en privado, etcétera. Es, si se quiere, una especie de interrogación moral. Bouveresse trata de acercar la literatura a la filosofía moral, es decir a una filosofía práctica que tendría por tarea responder a la pregunta «¿cómo debemos vivir?». Es, de todos modos, una apuesta arriesgada. El escritor no es un moralista, cuando lo es no hace buena literatura y cuando escribe verdadera literatura no lo es. La verdad sólo surge en literatura rodeada del artificio, del horror y la belleza, de lo sublime y lo banal.
Si el filósofo quiere ordenar el mundo poniendo orden en sus ideas, y alineando sus pensamientos como un batallón de artillería, el escritor vive emboscado en una guerra de guerrillas permanente. Si el científico quiere medir la realidad mediante sus instrumentos, el escritor pule la validez de sus procedimientos con la realidad. Si su búsqueda es universal, lo es en cuanto a que busca lo anterior a la Ley, lo que aún permanece en la unidad, en lugar de tratar de legislar sobre el Universo.
El escritor, por eso, no pretende tanto decir con su obra «cómo debemos vivir», como interrogarse sobre qué tipo de vida hemos elegido; y su pregunta de partida puede ser muy bien «¿cómo podemos, pese a todo, vivir?» En cualquier caso, lo que Bouveresse critica con más acierto es esa corriente posmoderna que condena a la literatura a ser un mero artefacto «textual y lingüístico» que en nada tiene que ver con los problemas sociales de su tiempo. Pero el riesgo de la literatura política es tratar de convertir al escritor en una especie de forjador del «hombre nuevo». No es esa la naturaleza de su conocimiento. No se trata tanto de una pugna entre racionalidad e irracionalidad, como del despliegue de un conocimiento razonable. Y lo razonable no tiene porqué coincidir con alguna forma de «sentido común», y menos en nuestros días. El torbellino de la modernización, que nos lanza hacia una irracionalidad equipada tecnológicamente, enarbola siempre la bandera la Razón y del Progreso, tanto más cuanto menos confesables son sus fines. Por eso el escritor también debe asumir el compromiso de fabular a contracorriente de la historia y del progreso, y de ofrecer, como quería Octavio Paz, alguna forma de regreso.
No es lo que sucede en nuestros días. Según Bouveresse:

«[…] la postura mayoritaria de los escritores actuales, cuando no se integran abiertamente en el sistema, es mucho menos la de oponerse y luchar que la de resignarse o mostrar una indiferencia más o menos cínica».

Lo que me pregunto es en qué sentido la literatura puede hacerse útil para un conocimiento práctico de la vida, como quiere Bouveresse siguiendo a Martha Nussbaum. En cualquier caso, ¿de qué «vida» estamos hablando? Defender al escritor como un maestro de virtud, del que la sociedad tecnológica no debería querer prescindir si quiere seguir siendo legítima, es una contradicción insuperable. En otro lugar he escrito que la tarea sacralizadora que ha sido siempre la de la poesía está condenada en nuestros tiempos a desaparecer si no presta sus servicios a la nueva religión del progreso tecnológico. Para esa situación no hay atajos institucionales ni reorientaciones de la crítica literaria que valgan. Por más que la crítica formalista haya acabado en una quietud y un balbuceo desesperantes, el conocimiento del escritor no se puede valer por sí mismo contra la gran corriente de la vida administrada. La organización del Estado y de la Técnica, llevada a cabo contra la sociedad (aunque su propaganda diga que es a favor del Desarrollo), no deja mucho margen para el conocimiento del escritor. En momentos de decadencia social y degradación acelerada de las condiciones de civilización, como son los nuestros, el escritor asume el papel del misántropo, y retiene como puede las palabras que aún sostienen algo distinto a la Ley. En esos momentos no puede más que estar contra la verdad, y a favor de la vida. Por eso no le queda más remedio que convertir su vida en literatura, y es en ese segundo en que decide, en ese instante único, cuando por un momento atisba algo de su verdad.


miércoles, 19 de marzo de 2014

Piloto automático


 
Leí una noticia en el periódico esta semana: un automovilista mató al conductor de un ciclomotor, tras una extraña maniobra. El giro inexplicable que realizó el vehículo, saltándose todas las señalizaciones, se debió a que el GPS le indicó al piloto un perentorio «gire a la derecha» al que obedeció inmediatamente pese a toda evidencia.
Jaques Ellul, uno de los más lúcidos críticos de la técnica del siglo XX, decía en una entrevista que nuestra situación ante el desarrollo acelerado de la sociedad tecnológica se asemejaba a la de un automovilista que circula a más de 120 kilómetros por hora: ya no se puede decir que guíe el vehículo que tiene entre las manos, tan sólo puede reaccionar, con un mínimo margen de maniobra, ante cualquier eventualidad que surja en esa situación en la que su cuerpo, insertado en la máquina, está sujeto a una inercia muy superior a sus fuerzas. En definitiva: que es el vehículo mismo quien guía al piloto, y este sólo puede encomendarse a la fiabilidad técnica, con la esperanza de que no se produzca ningún accidente.
En la progresión ascendente de nuestra complejidad tecnológica, es esa misma inercia la que nos sigue arrastrando. Todas las prótesis tecnológicas que se añaden a nuestra vida para no tener que tomar decisiones nos hacen más vulnerables, nos someten más al criterio de la máquina y, en última instancia, como en el caso del accidente que he comentado, pueden llegar a sustituir incluso nuestro sentido de la realidad.
Si ya nos encontramos inmersos en una aceleración sobre la que poco o nada podemos hacer por guiar, la respuesta de los tecnólogos sigue siendo la misma: multipliquemos entonces las prótesis para que el falible y poco confiable ser humano no tenga que tomar decisiones. La automatización de cada vez más aspectos de la vida, responde a esa voluntad de controlar, medir y administrar cualquier respuesta no adaptada al funcionamiento de la maquinaria. Y su utopía se viene cumpliendo cada día: a fuerza de facilitarnos tanto la vida, ya no podemos confiar en nuestros sentidos, atrofiados como están de tanto recibir estímulos y reaccionar inmediatamente a las órdenes, memorizar claves, códigos, contraseñas, números. Por ello necesitamos más tecnología que nos siga facilitando nuestra difícil adaptación y conversión paulatina en autómatas biodegradables.
Lo que Langdon Winner llamó en su día «sonambulismo tecnológico», expresa muy bien esta sensación de estar marchando con el piloto automático. Pero mientras nuestro cuerpo se sigue adentrando en el entramado tecnológico, nuestra mente sigue pensando en términos religiosos, y por ello asistimos a la creación de una nueva fe, con su iconografía, sus mártires y sus santos.
El pasado 11 de marzo se cumplió el tercer aniversario del accidente nuclear de Fukushima. Ningún avance tecnológico pudo evitar el desastre. Al contrario, el mero hecho de la existencia de los reactores nucleares en la costa japonesa era ya un desastre, porque a partir del momento de su construcción ya sólo cabía encomendarse a la fe tecnológica que nada pudo hacer en el momento decisivo. Hoy los contadores Geiger miden la radiactividad, los expertos barajan «niveles aceptables» de exposición para las poblaciones cercanas, y todos nosotros debemos conectar el piloto automático para seguir avanzando hacia la integración con la máquina.
La religión tecnológica, como su antecesora, rinde culto a la muerte y nos promete que más adelante encontraremos la salvación. Mientras tanto, su sermón diario reza: «consuman, abran su cuenta en twitter, y no pierdan la esperanza».

lunes, 10 de marzo de 2014

Estar a favor, estar en contra

En nuestros días se nos impone a cada paso una toma de posición respecto a la masa amorfa de acontecimientos que estremecen eso que han llamado «la opinión pública». Hay que estar a favor o en contra, porque el matiz engendra la incertidumbre, la incertidumbre lleva a la duda y ésta, con frecuencia, a la costumbre de pensar por uno mismo. Y, en nuestro agitado mundo, eso es fatal. Debemos optar ya, sin muchos remilgos, por unos o por otros. ¡Es urgente! A favor o en contra de los ucranios, a favor o en contra de los rusos, o de la Unión Europea. Con la Ley o con los corruptos; con los que protestan, o a favor de la silenciosa pero temible corriente de los que asienten. Todos los días se nos ofrece la posibilidad de realizar este tipo de elecciones, ya se trate de Crimea o Venezulea, de Melilla o Cataluña. Las personas informadas se reconocen al instante por eso: siempre que se les requiere (y cuando no, también) tienen a mano su opinión, preparada para saltar a la palestra «a favor o en contra» de lo que sea.
Desde que las masas entraron por la gran puerta de la Historia de mano de las distintas Revoluciones de nuestra Era, ya no hemos podido salir de ella en ningún momento. Y como el curso de la historia y sus catástrofes se ha visto acelerado de forma inédita por distintos factores ―desde el motor de combustión interna a las burocracias internacionales, pasando por la política de la Reserva Federal de EE.UU.―, tomar partido no es ya tanto una posibilidad como una obligación.
Deberíamos, por eso, defender nuestra libertad de no pronunciarnos respecto a las continuas preguntas e inquisiciones que sólo buscan la aquiescencia que supone la contestación. Si no se pueden impugnar los términos en que se plantea la pregunta, la opinión está trucada. Desposeídos de nuestra voluntad para la satisfacción de nuestras necesidades básicas, se nos acumulan las cuestiones de actualidad más banales sobre las que pronunciarnos, y lo hacemos a menudo con la suficiencia del que lo ignora casi todo. Sin emabrgo, las parcelas de nuestra vida que han caído bajo la administración técnica de unos aparatos inconmensurables y complejísimos, nos señalan con claridad en qué medida nuestra opinión «a favor o en contra» es inoperante en cuanto a aquello que nos incumbe más directamente.
Si con estas notas he contribuido en alguna ocasión a fomentar esa actitud, espero que se me disculpe. Yo también soy hijo de mi tiempo. Hace poco, un buen amigo me envió unas cuantas respuestas contrarias a algo que yo había escrito aquí, recolectadas pacientemente entre algunos conocidos suyos. En todas había una exigencia que se repetía: «¿dí, entonces, qué hacemos?» Por supuesto, no hay respuesta a esa pregunta; al menos planteada de ese modo. Ese es el problema: que nos vemos abocados a la inacción cuando pensamos qué hacer y quienes tienen el poder de actuar no saben lo que hacen.
Con otro amigo un día pensamos un chiste gráfico, se trataba de un cartel donde se leyese:


¿HARTO DE ESTA SOCIEDAD DIRIGIDA Y CONTROLADA,
DE SU DESHUMANIZACIÓN Y SU AUTORITARISMO TECNOCRÁTICO?

PULSE AQUÍ PARA DECIR, “SI”.