viernes, 30 de mayo de 2014

Partidos y contrapartidas


VOTACIÓN, s. Trampa sencilla mediante la cual una mayoría demuestra ante una minoría que resistir es una locura. Muchas personas dignas con aparatos intelectuales imperfectos creen que las mayorías gobiernan en nombre de un derecho inherente.

Ambrose Bierce, El diccionario del diablo.

Estamos asistiendo, según nos dicen, a un cambio histórico: la desaparición del bipartidismo. Flota en el ambiente cierto aire de triunfo, se percibe un giro en las pasiones colectivas que, tras los resultados de las elecciones al parlamento europeo, esperan del acontecimiento electoral una suerte de redención, que es a la vez una escatología y una nueva fundación.
El objetivo de cualquier partido político es la capitalización de las pasiones colectivas en beneficio propio. Para ello deben primero traducirlas y encauzarlas, haciéndolas pasar por la expresión de unos intereses particulares que el partido, sin explicar bien cómo, estaría en condiciones de defender como Interés General. Pero como la expresión de las pasiones colectivas es muy compleja y contradictoria, y rara vez se hace explícita sin grandes problemas, la suerte electoral de cualquier partido se jugará, siempre, en el terreno de la propaganda.
Una buena propaganda convierte un cúmulo de vagas aspiraciones, sentimientos de desencanto, de unidad nacional, de soberanía, de independencia, de igualdad, de justicia, de indignación o cualesquiera, en consignas simples, generalistas, que pueden movilizar las pasiones con un único fin: ganar poder. Para que sea efectiva, la propaganda debe reducir el proceso de discusión y elaboración del juicio a la mínima expresión. Demasiados matices la vuelven inoperante. La mejor propaganda elimina este proceso por completo, instala una palabra, una imagen o un icono en el imaginario colectivo y lleva al paroxismo la lógica de la representatividad: anula el proceso del pensamiento por la delegación en otros de esa tarea. El partido pone en marcha su maquinaria, grande o pequeña, tradicional o digitalizada, para la traducción de las pasiones en propaganda, y las consignas sustituyen el debate, el conflicto, y la formación de una opinión crítica, por la tarea mucho más simple del elector. Al actuar de este modo, el partido inevitablemente desplaza la búsqueda de cualquier principio de verdad o bien común por la consecución de una victoria que presentar ante sus electores como muestra de la infalibilidad de sus razones.
Que en lugar de dos grandes partidos existan cuatro o diez sólo quiere decir que se multiplicarán por cuatro o por diez la propaganda y los argumentos en favor de la supresión de la participación consciente en la vida pública. Se multiplicarán por cuatro o por diez las razones que aconsejan la participación electoral y las evidencias de la derrota anticipada del juicio en el ritual del voto. Es decir, que la maquinaria partidista se habrá perfeccionado e incluso habrá podido reequilibrar algunas fuerzas internas que provocaban tensiones, pero el principio de la delegación saldrá, en consecuencia, reforzado. De igual modo, la multiplicación de canales de televisión, la llamada televisión a la carta o los canales de Internet, no refuerzan en ningún caso más que la condición del consumidor pasivo de imágenes prefabricadas por otros.
Dado que elabora propaganda en base a pasiones vagamente definidas, convierte en consignas el diálogo sobre el bien común y, a veces, las reúne en un compendio o «programa», el partido político ejerce una presión insoportable a favor de la suspensión del juicio propio sobre cualquier particular, y favorece la asunción en bloque de algo parecido a una doctrina. Simone Weil decía a principios del siglo XX que si uno fuese a un partido para hacerse miembro y dijese: «sobre este punto y tal otro estoy de acuerdo con el partido, pero me reservo el derecho a diferir en el resto que aún no conozco y en futuras ocasiones en que el partido se pronuncie sobre algún aspecto de la realidad», si dijese algo parecido, seguramente le invitarían a que volviese en otro momento.
El hombre o la mujer de partido, por definición, no piensan. Como mucho defienden su posición (la del partido) sobre este o aquel particular, pero esa defensa entra en el dominio de la táctica y la militancia, y no del pensamiento. En nuestros días, ni siquiera la adhesión a los principios o al programa de cualquier partido político tiene mucha relevancia. El concurso de la televisión y de otros medios de comunicación de masas permiten que la identificación sea más laxa, más inmediata. Se puede incluso generar la ilusión participativa, facilitando procedimientos para la elaboración colectiva de algunas consignas por los nuevos medios informáticos. La presión que ejercen los partidos en ese sentido es más sutil, más «abierta», pero se orienta en la misma dirección. Quien pretende construir un juicio crítico con el que enfrentarse a la realidad no tiene lugar en ningún partido. Él mismo se ha escindido para poder realizar ese juicio, de algún modo ya está «partido», por lo que no necesita del amparo de la mayoría para enunciar sus opiniones.
Con la supuesta ruptura del bipartidismo y las renovadas ilusiones respecto a la política de partidos, la presión se orientará hacia quienes, por tratar de sostener un juicio independiente y no aceptar la mediación ni la delegación, pretendan sustraerse de la lógica electoral. No hay nada más contrario a la inteligencia humana que el elector satisfecho. Nada más parecido a un autómata que el consumidor que «sabe lo que quiere». Un votante de nuestro tiempo es un consumidor de política: exactamente lo contrario de un sujeto emancipado.
Cualquier partido político que incluya en su programa la lucha por la libertad, requerirá que se acepte de una vez y para siempre su concepto de «libertad», con tal de poder representarlo para la mayoría; y para ello requerirá que su elector suspenda su voluntad, convirtiendo al fin la libertad en un concepto vacío, una meta a alcanzar mediante la supresión, precisamente, de las condiciones que harían posible su ejercicio. Esta es la principal aporía que presenta la existencia de cualquier partido político, y por estar atrapados en ella desde hace tiempo algunos piensan que el ser humano ha coexistido con esta realidad desde siempre. Lo que es una soberana tontería. Y, aunque fuese cierto, como decía Simone Weil, que existan no quiere decir que no debamos suprimirlos.
Pero esta supresión no sería sencilla. El fin último de todo partido es su propia existencia, su aumento en cuotas de poder, el crecimiento en número de electores, su conversión en masa. Es la masa la que habla por boca de los partidos. Aunque en principio (y a veces por principios) se presente como un medio o una herramienta, está destinado a convertirse en un fin. Como la masa habla por boca del partido y el partido tiende a convertirse en masa para existir, el partido, por definición, no piensa. Y, en la medida en que no piensa en absoluto, siempre necesita más poder, más afiliados, más donantes, más votos. Si quiere convencer debe primero vencer al pensamiento y sólo en el terreno de esa derrota ―ya de por sí muy fértil― puede el partido político echar raíces y prosperar. Con independencia del bien común, el partido existe como un hecho que se vale a sí mismo, su justificación es al mismo tiempo una evidencia y un dogma, por lo que no admite discusión: «nacimos para vencer, y como vencimos, es evidente que debíamos nacer». No puede existir por ello ningún partido que fomente la democracia, porque la democracia es un medio para conseguir el bien común y como medio entra en contradicción con el fin único del partido que es su propia existencia. Ningún partido político puede ser, por tanto, instrumento de libertad, porque el partido es la ausencia de libertad convertida en aparato de propaganda.
La actual ilusión de una renovación democrática y una reconstrucción de la vida pública a través de los partidos políticos, rompe con el bipartidismo a costa de reforzar la lógica de la representatividad, que es contraria al ejercicio de la libertad. Solamente incluye nuevos ingredientes a la papilla de consignas que se nos sirve fría cada día. Viene a decirnos que es posible la «buena representación», y nos apremia a creer que podemos salir de la vida administrada eligiendo nuevos administradores. Todo partido político se sustenta en esa mentira de base.
Quienes tratan de organizar y encauzar el descontento deberán mantener y aun reforzar las causas últimas de ese descontento para seguir teniendo qué organizar y encauzar. La jugada se ve venir de lejos, pero siempre falla la memoria ante la ilusión, siempre las pasiones, cuando creen encontrar su cauce, aspiran a representar toda la realidad. Y así el momento de la ruptura definitiva con aquello que nos oprime queda aplazado, una vez más.