VOTACIÓN, s.
Trampa sencilla mediante la cual una mayoría
demuestra ante una minoría que resistir es una locura. Muchas
personas dignas con aparatos intelectuales imperfectos creen que las
mayorías gobiernan en nombre de un derecho inherente.
Ambrose Bierce, El
diccionario del diablo.

El
objetivo de cualquier partido político es la capitalización de las
pasiones colectivas en beneficio propio. Para ello deben primero
traducirlas y encauzarlas, haciéndolas pasar por la expresión de
unos intereses particulares que el partido, sin explicar bien cómo,
estaría en condiciones de defender como Interés General. Pero como
la expresión de las pasiones colectivas es muy compleja y
contradictoria, y rara vez se hace explícita sin grandes problemas,
la suerte electoral de cualquier partido se jugará, siempre, en el
terreno de la propaganda.
Una
buena propaganda convierte un cúmulo de vagas aspiraciones,
sentimientos de desencanto, de unidad nacional, de soberanía, de
independencia, de igualdad, de justicia, de indignación o
cualesquiera, en consignas simples, generalistas, que pueden
movilizar las pasiones con un único fin: ganar poder. Para que sea
efectiva, la propaganda debe reducir el proceso de discusión y
elaboración del juicio a la mínima expresión. Demasiados matices
la vuelven inoperante. La mejor propaganda elimina este proceso por
completo, instala una palabra, una imagen o un icono en el imaginario
colectivo y lleva al paroxismo la lógica de la representatividad:
anula el proceso del pensamiento por la delegación en otros de esa
tarea. El partido pone en marcha su maquinaria, grande o pequeña,
tradicional o digitalizada, para la traducción de las pasiones en
propaganda, y las consignas sustituyen el debate, el conflicto, y la
formación de una opinión crítica, por la tarea mucho más simple
del elector. Al actuar de este modo, el partido inevitablemente
desplaza la búsqueda de cualquier principio de verdad o bien común
por la consecución de una victoria que presentar ante sus electores
como muestra de la infalibilidad de sus razones.
Que
en lugar de dos grandes partidos existan cuatro o diez sólo quiere
decir que se multiplicarán por cuatro o por diez la propaganda y los
argumentos en favor de la supresión de la participación consciente
en la vida pública. Se multiplicarán por cuatro o por diez las
razones que aconsejan la participación electoral y las evidencias de
la derrota anticipada del juicio en el ritual del voto. Es decir, que
la maquinaria partidista se habrá perfeccionado e incluso habrá
podido reequilibrar algunas fuerzas internas que provocaban
tensiones, pero el principio de la delegación saldrá, en
consecuencia, reforzado. De igual modo, la multiplicación de canales
de televisión, la llamada televisión a la carta o los canales de
Internet, no refuerzan en ningún caso más que la condición del
consumidor pasivo de imágenes prefabricadas por otros.
Dado
que elabora propaganda en base a pasiones vagamente definidas,
convierte en consignas el diálogo sobre el bien común y, a veces,
las reúne en un compendio o «programa», el partido político
ejerce una presión insoportable a favor de la suspensión del juicio
propio sobre cualquier particular, y favorece la asunción en bloque
de algo parecido a una doctrina. Simone Weil decía a principios del
siglo XX que si uno fuese a un partido para
hacerse miembro y dijese: «sobre este punto y tal otro estoy de
acuerdo con el partido, pero me reservo el derecho a diferir en el
resto que aún no conozco y en futuras ocasiones en que el partido se
pronuncie sobre algún aspecto de la realidad», si dijese algo
parecido, seguramente le invitarían a que volviese en otro momento.
El
hombre o la mujer de partido, por definición, no piensan. Como mucho
defienden su posición (la del partido) sobre este o aquel
particular, pero esa defensa entra en el dominio de la táctica y la
militancia, y no del pensamiento. En nuestros días, ni siquiera la
adhesión a los principios o al programa de cualquier partido
político tiene mucha relevancia. El concurso de la televisión y de
otros medios de comunicación de masas permiten que la identificación
sea más laxa, más inmediata. Se puede incluso generar la ilusión
participativa, facilitando procedimientos para la elaboración
colectiva de algunas consignas por los nuevos medios informáticos.
La presión que ejercen los partidos en ese sentido es más sutil,
más «abierta», pero se orienta en la misma dirección. Quien
pretende construir un juicio crítico con el que enfrentarse a la
realidad no tiene lugar en ningún partido. Él mismo se ha
escindido para poder realizar ese juicio, de algún modo ya está
«partido», por lo que no necesita del amparo de la mayoría para
enunciar sus opiniones.
Con
la supuesta ruptura del bipartidismo y las renovadas ilusiones
respecto a la política de partidos, la presión se orientará hacia
quienes, por tratar de sostener un juicio independiente y no aceptar
la mediación ni la delegación, pretendan sustraerse de la lógica
electoral. No hay nada más contrario a la inteligencia humana que el
elector satisfecho. Nada más parecido a un autómata que el
consumidor que «sabe lo que quiere». Un votante de nuestro tiempo
es un consumidor de política: exactamente lo contrario de un sujeto
emancipado.
Cualquier
partido político que incluya en su programa la lucha por la
libertad, requerirá que se acepte de una vez y para siempre su
concepto de «libertad», con tal de poder representarlo para la
mayoría; y para ello requerirá que su elector suspenda su voluntad,
convirtiendo al fin la libertad en un concepto vacío, una meta a
alcanzar mediante la supresión, precisamente, de las condiciones que
harían posible su ejercicio. Esta es la principal aporía que
presenta la existencia de cualquier partido político, y por estar
atrapados en ella desde hace tiempo algunos piensan que el ser humano
ha coexistido con esta realidad desde siempre. Lo que es una soberana
tontería. Y, aunque fuese cierto, como decía Simone Weil, que
existan no quiere decir que no debamos suprimirlos.
Pero
esta supresión no sería sencilla. El fin último de todo partido es
su propia existencia, su aumento en cuotas de poder, el crecimiento
en número de electores, su conversión en masa. Es la masa la que
habla por boca de los partidos. Aunque en principio (y a veces por
principios) se presente como un medio o una herramienta, está
destinado a convertirse en un fin. Como la masa habla por boca del
partido y el partido tiende a convertirse en masa para existir, el
partido, por definición, no piensa. Y, en la medida en que no piensa
en absoluto, siempre necesita más poder, más afiliados, más
donantes, más votos. Si quiere convencer debe primero vencer
al pensamiento y sólo en el terreno de esa derrota ―ya de por sí
muy fértil― puede el partido político echar raíces y prosperar.
Con independencia del bien común, el partido existe como un hecho
que se vale a sí mismo, su justificación es al mismo tiempo una
evidencia y un dogma, por lo que no admite discusión: «nacimos para
vencer, y como vencimos, es evidente que debíamos nacer». No puede
existir por ello ningún partido que fomente la democracia, porque la
democracia es un medio para conseguir el bien común y como
medio entra en contradicción con el fin único del partido que es su
propia existencia. Ningún partido político puede ser, por tanto,
instrumento de libertad, porque el partido es la ausencia de libertad
convertida en aparato de propaganda.
La
actual ilusión de una renovación democrática y una reconstrucción
de la vida pública a través de los partidos políticos, rompe con
el bipartidismo a costa de reforzar la lógica de la
representatividad, que es contraria al ejercicio de la libertad.
Solamente incluye nuevos ingredientes a la papilla de consignas que
se nos sirve fría cada día. Viene a decirnos que es posible la
«buena representación», y nos apremia a creer que podemos salir de
la vida administrada eligiendo nuevos administradores. Todo partido
político se sustenta en esa mentira de base.
Quienes
tratan de organizar y encauzar el descontento deberán mantener y aun
reforzar las causas últimas de ese descontento para seguir teniendo
qué organizar y encauzar. La jugada se ve venir de lejos, pero
siempre falla la memoria ante la ilusión, siempre las pasiones,
cuando creen encontrar su cauce, aspiran a representar toda la
realidad. Y así el momento de la ruptura definitiva con aquello que
nos oprime queda aplazado, una vez más.