
Aclamado
por unos y vituperado por otros, Haussmann pasó a la historia como
el artífice de la destrucción del viejo París, de la antigua
ciudad medieval, y el azote de las «clases
peligrosas», los más
pobres, a los que desplazó con sus intervenciones urbanísticas y su
concepción militar del ordenamiento urbano. A la vez, también fue
el modernizador de París, el que acometió las obras públicas más
importantes y llevó a cabo un «saneamiento»
a gran escala de una de las ciudades más importantes de Europa.
Pero
no se suele hablar tanto de cómo Haussmann puso en marcha el
mecanismo de endeudamiento público y transferencia del gran capital
financiero a la producción del espacio urbano, a través de los
grandes proyectos de remodelación de la ciudad. Junto a los hermanos
Pereire, fundadores del Credit Mobilier, Haussmann anticipó una
pauta fundamental para el capitalismo, aun vigente en nuestros días:
ante las crisis cíclicas de empleo y acumulación de capital, la
remodelación urbana hacía fluir el dinero a través del crédito y
la construcción, obteniendo grandes beneficios y reestructurando las
relaciones sociales a través de la ordenación del espacio. Esta
«destrucción creativa»
no ha dejado de reproducirse desde entonces.
Cuando
en 1870 fue destituido por el mismo Napoleón III que le había
conferido poderes casi absolutos sobre París, Haussmann había
endeudado hasta la asfixia a la ciudad, entregándola a los intereses
financieros de los acreedores que habían costeado sus grandes obras.
Como
muchos otros protagonistas de la historia, en Haussmann su grandeza
es inseparable de su miseria. Al parecer ni siquiera se enriqueció
personalmente poniendo en marcha su apisonadora urbanística. A su
modo, era un idealista de la «linea
recta» y un vanguardista
en el arte de la contabilidad creativa. En sus últimos años, se
retiró para dedicarse a escribir cómo se las había ingeniado en
los tres volúmenes de sus Memorias.
Sus
planes para la remodelación urbana de la capital de Francia fueron
tan lejos en el ejercicio del poder que cualquier imitador posterior
palidece a su lado. Y si hubiese podido aconsejar a ese torpe
aprendiz, mediocre y desdichado, que actualmente preside el
Ayuntamiento de Burgos, seguramente le hubise dicho: «No
hagas planes pequeños».
Pero
Burgos no es París, ni Lacalle es Haussmann, ni el estado español
es el Segundo Imperio. Lo que ha surgido aquí tras el ciclo de
especulación inmobiliaria, ―a parte de toda la mierda que había
debajo de la alfombra y sobre los mismos escaños del Parlamento―,
son un “Pozero”, un Julián Muñoz, un Ortiz (ese constructuor con
pinta de buhonero venido a más) o un Méndez Pozo, Haussmanns de
chichinabo, como diría un buen amigo; ambiciosos de pacotilla, tan
mezquinos como sus motivaciones.
El
ciclo virtuoso del pelotazo urbanístico, al agotarse, ha dejado a la
vista de todos la ruina social y política a la que tantos bendijeron
mientras los intereses seguían bajos, el crédito fluía y no
paraban de construirse «urbanizaciones»
que producían, además, el tipo de masa sonámbula y asténica que
deambula cada fin de semana por los Centros Comerciales. Mientras
tanto, se iba apuntalando un régimen policial digno de cualquier
dictadura, que prometía mano dura para cualquiera que sacase los
pies del tiesto. Y que permite ahora que una descerebrada cualquiera
condene «los atentados de
Burgos». Así, no
sorprende que el pesebre de los tertulianos y columnistas, de un
signo y de otro, se lanzasen con la lengua fuera a desmarcarse de los
«actos violentos»
y las «muestras de
vandalismo.» ¿Tanto
desestabiliza a la sociedad la quema de un par de contenedores?
Estamos gobernados por auténticos psicópatas que no dudan en
condenar a millones a la miseria y la muerte, pero unos destrozos en
el mobiliario urbano de unas cuantas ciudades pasan por «intolerables
ataques a la democracia».
Así de sólida es, pues, esta supuesta democracia: quemando un par
de cajeros y apedreando unos cuantos coches de policía, es
suficiente para que se venga abajo.
Algunos
ya se están frotando las manos al intuir en el horizonte un
relanzamiento del crédito y la inauguración de un nuevo ciclo
especulativo. Total, los pisos vacíos de los bancos ya empiezan a
tener interés para los fondos de inversión internacionales que, por
cierto, no tienen ninguna intención de destinarlos al «alquiler
social».
Tendría
que existir un Gamonal en cada ciudad. Pero para que eso suceda hace
falta un compromiso férreo en el rechazo no tanto de los «excesos»
de un orden corrupto y decadente como el que sufrimos, sino de su
naturaleza misma, de las bases materiales que permiten que,
cuando todo va bien, se forjen esos pequeños haussmanns,
mediocres y rastreros, que hoy ostentan el mando. En las condiciones
actuales, un gobierno, del tipo que sea, sólo puede atender un
pequeño número de grandes intereses. Y si les asusta, hasta el
punto de querer suspender toda libertad, el fuego con que se prenden
un par de papeleras, ¿qué harán, entonces, cuando las llamas
lleguen hasta la puerta de sus casas?
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