
La
Peste cayó sobre unas sociedades con una forma de organización
determinada, donde la pequeña explotación agrícola y la roturación
de bosque europeo para el cultivo extensivo de cereal eran las bases
de una economía muy sensible a las variaciones del precio del grano
y a la disponibilidad de mano de obra campesina. Con la extrema
crisis demográfica provocada por la pandemia, la lógica del cultivo
extensivo se hizo cada vez más difícil de sostener. Hubo un proceso
de concentración de campos y parcelas abandonadas (algunas
poblaciones llegaron a perder más del 60 por cien de sus
habitantes), y ante la escasez de mano de obra y el aumento de los
salarios, muchos orientaron su producción hacia la ganadería. La
ganadería requería menos trabajo humano, y el precio de la lana en
la naciente industria urbana del paño ofrecía mayores expectativas
de rentas para los propietarios de grandes extensiones de tierra. Las
pequeñas explotaciones agrícolas que lograron mantenerse
sustituyeron también el cultivo de cereal por el de plantas
oleaginosas, vid y plantas tintoreras, cuyo destino final era, de
igual modo, el mercado urbano. Por eso el cereal escaseaba y su
precio aumentaba.
Así,
la economía feudal se vio enfrentada después de la Peste a la
concentración de tierras en menos propietarios, a la escasez de
manos para las tareas agrícolas que requería el cultivo de cereal,
y a la sustitución de cultivos orientados a la producción de
materias primas para el mercado urbano. Esto supuso, según algunos
historiadores de este periodo, un empobrecimiento continuo de la
población rural y una polarización social cada vez mayor,
propiciando por un lado la acumulación de riquezas en menos manos, y
por otro la extrema dependencia de una masa empobrecida, sin tierra y
sin trabajo que, literalmente, se moría de hambre.
Si la
historia de la Peste Negra en Europa nos puede enseñar algo es que
las crisis recaen en las sociedades humanas sin que ello suponga, a
priori, ninguna oportunidad de aligerar las condiciones de opresión
para los que ya vivían en el umbral de la supervivencia. Muy a
menudo, lo que sucede es que esas condiciones se refuerzan, y las
masas extenuadas se ven sometidas a un mayor grado dependencia y a
nuevos procesos de desposesión. Las transformaciones sociales que se
derivan de crisis tan profundas suelen ser imperceptibles para
aquellos que las protagonizan y se van acumulando, de manera larvada,
hasta que los acontecimientos se precipitan de nuevo y, entonces,
podemos ver algo del proceso que ha tenido lugar, vale decir: tomar
conciencia del mismo. Pero, si lo hacemos, es bajo un efecto
«retrovisor»,
cuando ya hemos dejado atrás los acontecimientos y la acción sobre
las causas del desastre se muestra ya impotente. Por ello, no dejamos
de predecir el pasado cuando nos acercamos a los hechos
históricos. Y, sin embargo, sentimos cierta familiaridad con aquello
que encontramos, porque no dejamos de poner parte de nuestro presente
en la interpretación del pasado. Las causas de la opresión y la
libertad son siempre causas humanas. Pero las modificaciones en la
condición humana se miden, como poco, en milenios; mientras que
nuestra cultura material, nuestra forma de obtener el sustento más
inmediato para la vida y las formas de organización social que
adoptamos para ello, se ven modificadas de manera radical cada pocos
años desde que se inició el proceso de industrialización, y son ya
irreconocibles respecto a cien años atrás.
Lejos
de desalentarnos para actuar sobre las opresiones presentes, adoptar
esta perspectiva de tan larga duración supone situarnos en el único
sitio en el que nuestra existencia cobra sentido: en este momento, en
este lugar. Si logramos mirar al pasado para entender nuestro
presente y, así, desterrar de una vez por todas la idea de un Futuro
al que nos conducirá cierto Progreso, habremos ganado un mundo. No
el mundo de ayer, sino el único en el que podemos existir hoy.
Defender ese mundo de quienes pretenden asegurar su próximos
rendimientos aún al coste de destruirlo por completo es la única
tarea imprescindible. Si existe algo parecido al progreso humano se
refiere únicamente a la consolidación de esa conciencia que niega
el futuro y a todos aquellos que pretenden asegurárnoslo por nuestro
propio bien.
Defender
el desarrollo económico, la creación de empleo, la sanidad y la
escuela públicas, las pensiones y los subsidios, es situarse del
lado de la vida administrada. Como en los tiempos de la Peste Negra,
una crisis refuerza las condiciones de opresión que la precedían, y
la idea de un progreso inevitable nos aplasta bajo las ruedas de su
avance tecnológico. En un mundo teocéntrico la única salvación
era el camino hacia Dios. En nuestro mundo tecnocéntrico parece que
la única salvación es recorrer el camino para integrarnos en la
Máquina.
Hay
que desertar. No hay Progreso, ni Futuro: los herejes de toda fe
seguimos aferrados a nuestra libertad presente, en contra de quienes
pretenden entregárnosla pasado mañana, envuelta y lista para
consumir, como si fuese un bálsamo para la Peste Negra que nunca
hemos dejado de sufrir.
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