
Algunos
como Serrano levantan el dedo acusador y determinan que los
trabajadores son culpables, tanto por su silencio de entonces como
por hablar ahora que han sido despedidos. Otros apelan a la «inocente
irresponsabilidad» del mero operario que poco o nada podía hacer
respecto a la orientación y contenidos de la cadena, siempre
marcados por «los directivos».
Pese
a ser muy interesante la controversia, al poner en juego el espinoso
tema de la responsabilidad de cualquier trabajador respecto a lo que
hace o no hace dentro de un determinado ámbito de la producción,
estas discusiones no hacen más que distraernos de la pregunta
principal enunciando otras en su lugar: ¿Tienen derecho a defender
su empleo los trabajadores de Canal 9? ¿Debe la izquierda apoyarlos
en su condición de «obreros» o condenarlos en calidad de cómplices
necesarios para la propaganda de la derecha valenciana? ¿Se
defendería a los antidisturbios como trabajadores (el ejemplo es de
Serrano) si fuesen despedidos en masa? ¿Se defendió a ultranza la
lucha por el empleo de los mineros (este ejemplo es mío), con
independencia de la naturaleza de su trabajo?
Todas
estas preguntas están muy bien, pero la cuestión a dirimir es otra:
¿es necesaria la televisión? Contesto: si por mí fuese, y con
independencia del contenido o la titularidad, eliminaría de raíz y
sin anestesia todas
las televisiones. Eliminaría, para entendernos, la
televisión en sí misma,
como desarrollo tecnológico nefasto.
Como
no tengo la capacidad para hacer realidad tal amenaza, ya se me puede
ir dispensando del reproche sobre los puestos de trabajo perdidos y
los lacrimosos llamamientos a «el pan de los hijos» de los
despedidos. Yo aboliría la televisión por las mismas razones que el
expublicista y asesor televisivo Jerry Mander expuso, en 1977, en su
libro Cuatro buenas
razones para eliminar la televisión.
Ahí
van unos cuantos argumentos escogidos:
Debido a la forma en que la
señal visual es procesada por la mente, la televisión inhibe los
procesos cognitivos.
Deja al espectador menos
capacitado que antes para distinguir lo real de lo irreal, lo interno
de lo externo, lo experimentado personalmente de lo implantado desde
el exterior.
La televisión suprime y
reemplaza la imaginería creativa humana, alienta la pasividad
masiva, y entrena a la gente para aceptar la autoridad. Es un
instrumento de transmutación, que convierte a al gente en imágenes
de televisión.
La televisión mantiene a la
conciencia encerrada dentro de sus propios canales rígidos, una
pequeña fracción del campo natural de información. A causa de la
televisión creemos que sabemos más, pero sabemos menos.
Nos mete aún más adentro de
una realidad artificial ya predominante. Empeora la pérdida de
comprensión personal y el acaparamiento de toda la información en
manos de una élite tecno-científico-industrial.
La tecnología de la televisión
es intrínsecamente antidemocrática. Debido a su costo, y al tipo
limitado de información que puede emitir, a la forma en que modifica
a la gente, y al hecho de que unos pocos hablen mientras millones
absorben.
La televisión ayuda a crear las
condiciones sociales que conducen a la autocracia; también crea las
apropiadas pautas mentales para eso y simultáneamente embota la
conciencia de lo que está sucediendo.
Como
sostenía Jerry Mander, la televisión mediatiza nuestra experiencia
y consigue que millones escuchen a uno solo (o a unos pocos bien
organizados); y que esa muchedumbre televidente participe de un
«hecho común» pero totalmente aislados los unos de los otros. La
base ideológica de la televisión es: un emisor organizado y
millones de receptores aislados y pasivos. Nos acerca lo
lejano y aleja lo cercano (Neil Postman dixit).
Y al mismo tiempo nos ofrece una visión disminuida del mundo y
siempre tendenciosa, porque privilegia ciertos contenidos que pueden
ser televisados y
excluye la mayoría, que no lo son. No es una cuestión de
«programación de contenidos»; la imagen televisiva refleja mucho
mejor lo inerte, por eso los objetos comerciales se adaptan mejor a
su formato. Mejor la acción que la reflexión, el entorno artificial
que el natural, mucho mejor la violencia que el diálogo, más
exitosa la competición que la cooperación. La televisión, en fin,
enfría la experiencia, la aisla y la disminuye, y trata de sustituir
la realidad por una versión chata e insulsa de ésta.
Y
no se trata de que la televisión haya creado un «mundo paralelo»
(eso lo pueden hacer la pintura, la escultura y la literatura, por
ejemplo): es que ha metido al mundo dentro de sus parámetros. Su
extensión y sus posibilidades para mediatizar la experiencia han
hecho que se concentre en las poderosas manos de quienes quieren
reproducir el mundo a su imagen y semejanza. Y para ello deben
adocenar e influir al resto con tal de hacernos creer que su
conveniencia es lo que más nos conviene a todos, más allá de lo
que nuestra propia experiencia y nuestra conciencia nos dicte.
De
ese modo la televisión produce
la realidad, al dar existencia y notoriedad a cosas que nos son
absolutamente indiferentes y llegar a ocultar o poner en duda lo que
nos afecta cotidianamente. Los mediocres imbéciles que nos gobiernan
y los que pretenden gobernarnos después, deben su existencia a la
machacona y repetitiva presencia que ostentan en la televisión. Así,
imponen su presencia, sus inquietudes, su paranoica forma de pensar.
Y quienes se oponen a ellos, si no hacen algo para atraer a las
cámaras de televisión, a menudo pasan a la inexistencia
rápidamente. Como forma de adoctrinamiento, hay que admitirlo, la
televisión ha sido la más eficaz que se haya inventado jamás. Ni
siquiera las religiones mayoritarias soñaron alguna vez con ostentar
ese poder de comunión.
Hasta el punto de que ahora sus representantes mundanos también
existen porque aparecen en televisión con cierta frecuencia.
Todo
lo que pasa por el filtro de la televisión se convierte en
propaganda, porque la naturaleza del medio sólo permite el mensaje
unidireccional y previamente «producido». Es decir, que si a
Serrano le molestaba que Canal 9 no hablase bien de la izquierda (o
ni siquiera hablase), nada habría cambiado de haber hablado en otros
términos. No hay reforma posible, ni programación pedagógica, ni
gestión razonable para este aparato de propaganda masiva. Una
televisión distinta,
más cercana y comunitaria como querrían algunos, sería una
estupidez, porque una comunidad que mereciese tal nombre no
necesitaría para nada una televisión. Millones de años de
evolución humana avalan esto que acabo de decir.
La
televisión para uso doméstico sólo se ha generalizado en los
últimos cincuenta años de vida sobre el planeta, y viendo los
resultados del invento bien podríamos desterrarlo para siempre de
nuestras vidas, ganando a cambio infinitamente más de lo que
podríamos perder.
Por
eso no me da pena el cierre de Canal 9. Al contrario: lo celebro.
Lo
que sí da pena es que el cierre no se haya debido, ni mucho menos, a
los motivos aquí expuestos. Lo lamentable es que alguien se sienta
en el deber de defender un canal de televisión porque sea público,
porque en él trabajen unas cuantas personas o por cualquier otro
motivo. La televisión es lo que es: pura propaganda y mezquindad. Y
nada más. Hacerla mejor
requeriría de tantos esfuerzos que sale más rentable mandarla al
carajo.
No,
definitivamente, no hay que defender los puestos de trabajo de Canal
9. En todo caso habría que acabar con la televisión y el trabajo en
sí mismos, como
productos de una forma de vida que nos ha convertido en idiotas.
Mientras no abordemos los problemas de raíz podemos seguir
entreteniéndonos. Sin duda, quedan muchísimos canales para seguir
haciendo zapping. Acabar con la televisión es relativamente
sencillo: no la enciendas.
Nota:
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