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Warren Buffett |
«Evidentemente
hay una guerra de clases, y es mi clase, la de los ricos, la que la
ha emprendido y la estamos ganando».
Así de claro se expresaba Warren Buffett en el New
York Times del 6 de
noviembre de 2006. Y sabía de lo que hablaba. Buffett es uno de los
mayores inversionistas del mundo (un inversionista es alguien que se
dedica a mover su dinero de un lado a otro, consiguiendo grandes
beneficios, con independencia de las consecuencias sociales que
tengan esos movimientos). En 2013 la revista Forbes
lo ha situado en el cuarto lugar de su famosa lista, por detrás de
Bill Gates, Carlos Slim y Amancio Ortega. Su fortuna personal
asciende a 58 mil millones de dólares. Por lo tanto, estamos ante la
opinión de un experto de la usurpación.
Es
curioso que representantes tan acreditados hablasen bien a las claras
de lo que tenían en sus agendas y de su particular «guerra
de clases»,
mientras muchos miraban hacia otro lado. Aún recuerdo los años en
que el «buen
rollo»
estaba en boca de todo el mundo, y en los que una crítica (por
mínima que fuese) a nuestro modo de vida era desechada con aire de
desprecio y suficiencia, incluso por los que menos tenían que ganar.
Cualquiera que hubiese hablado de «guerra
de clases»
durante aquellos maravillosos años del boom
inmobiliario hubiese sido catalogado como un trasnochado y un
«malrollero»
condenable al ostracismo. Cualquiera, menos tipos como Buffett, claro
está.
En
este mal llamado país, durante el periodo comprendido entre 1996 y
2008, todo iba a pedir de boca, al menos para unos cuantos. Y muchos
pensaron que estaban en el bando de los «ganadores»,
sin poder o querer entender cuál era su verdadero papel en el juego.
En esos años se perdieron muchas cosas que hoy nos harían falta,
pero las fundamentales fueron la costumbre de pensar por cuenta
propia y la dignidad. Muchas de las libertades formales que hoy
estamos perdiendo, ya eran entonces papel mojado, y las derrotas en
las batallas presentes estaban fijadas hace tiempo en el calendario
de quienes comandaban la guerra desde sus Despachos, sus Bancos, sus
Parlamentos y sus Instituciones.
Quienes
pertenecían a la reducida clase de los que habían declarado las
hostilidades lo tenían muy claro, pero para una mayoría lo que
importaba era poder acceder a cierto nivel de vida y que los dejasen
tranquilos. Dame pan y dime tonto. Es cierto: fueron muy pocos los
que «vivieron
por encima de sus posibilidades»,
pero también fueron muy pocos los que defendieron que existía la
posibilidad de vivir de otra forma. Y de ese modo, la ventaja
concedida a los parásitos que pretenden gobernarnos fue demasiada.
Pensar
que se puede tener el acceso a los bienes materiales de esta
sociedad, sin por ello rendirse a quienes se encargan de
administrarla, es condenarnos a ser siempre tontos útiles. En el
lote que nos han vendido va incluido el sometimiento a una recua de
hijos de puta que, mientras tanto, se han blindado ante cualquier
eventualidad y han construido su inmunidad para sacrificar a millones
en beneficio propio y encerrar a quien alce la voz. Todos aquellos
que pretendieron disfrutar del Desarrollo sin ser molestados, hoy
tendrán que admitir que no se puede separar el Desarrollo del
Crimen. Y lamentarse ahora es como pedir a quienes nos pisan el
cuello que lo hagan con más cuidado.
Mientras
el Gran Dinero circulaba a espuertas, una gran mayoría, contenta con
las migajas, creía tener en sus manos el poder, cuando sólo era su
tarjeta de crédito. Es decir, la excrecencia sobrante de los
verdaderos negocios. Así, con las manos llenas de mierda, era
difícil que se organizase algo parecido a una resistencia
cuando la guerra ya estaba en curso. De ahí esa actitud chulesca
―que determinados elementos exhiben cada día desde sus tribunas―
de mearse encima del prójimo y decirle que está lloviendo. A quien
trata de revolverse, lo que le llueven son palos.
Están
convencidos de su impunidad. Y no van a irse por las buenas. Los que
codician sus puestos y quieren administrarnos mejor
pertenecen al mismo bando. La guerra nos la declararon hace ya
demasiado tiempo. Pero, ¿a quiénes «nos»
la declararon? ¿Quiénes forman parte de ese «nosotros»?
¿Y quiénes son, entonces, ellos?
No me resisto a copiar aquí la respuesta que Albert Cossery dio a
esta última pregunta en su novela Mendigos
y orgullosos:
«―La
verdad, señor oficial, es que te asombras con facilidad. La vida, la
verdadera, es de una simplicidad infantil. No tiene misterio. Sólo
existen los cerdos.
―¿A qué llamas tú cerdos?
―Si no sabes quiénes son los
cerdos no hay ninguna esperanza para ti. Es la única cosa que no se
aprende de los demás.»
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