«Si
lo peor permaneciera idéntico a sí mismo, en cierto modo sería
demasiado fácil de combatir.»
(Jaime Semprun)
Para
quienes estamos, como quería Albert Libertad, contra los pastores y
contra los rebaños, el lento pero seguro declive de nuestras
sociedades desarrolladas nos ofrece múltiples oportunidades de
combatir lo peor cuando se presenta bajo el aspecto de «lo
menos malo»
o, aún peor, como «el
mal necesario».
Es decir, quienes defendemos que no hay reforma posible para el modo
de vida que hemos creado en los dos últimos siglos, y que la salida
del capitalismo requiere renunciar al mundo industrial y tecnológico
que se nos impone como única forma de existencia, debemos de estar
preparados para ejercer la crítica de lo no evidente. Estar contra
aquellos que quieren mejorar
el funcionamiento de la opresión o hacerla al menos algo más
soportable. Eso nos deja en un lugar muy poco cómodo. Siempre se nos
podrá acusar de agoreros, Casandras malintencionadas, propagadores
del desánimo, desmoralizadores y tantas otras cosas. Ante esto sólo
cabe decir que son precisamente las ilusiones de progreso de esta
sociedad y la realización del sometimiento efectivo a sus dictados,
aquello que desmoraliza y propaga el desánimo con mayor eficacia.
Quienes tratamos de combatir aquellas ilusiones y sus tiranías sin
ofrecer a cambio ningún consuelo o redención, rara vez tenemos
seguidores.
Esa ha sido históricamente la tarea de los pastores, no la nuestra.
Los
nuevos aspirantes a guiar el rebaño electoral a través de
plataformas como Podemos,
representan hoy «lo
peor»,
que ha mutado en sus formas para hacernos tragar la papilla insulsa
de siempre. Si apelando a la «audacia»
y a las exigencias de una situación «de
excepción»
acabamos aplaudiendo la figura del tertuliano televisivo y
depositando las esperanzas de un cambio social en la enésima
aventura electoral de una candidatura izquierdista, valdría la pena
no ser tan audaces. O al menos emplear nuestras fuerzas en cosas
mejores.
Como
en otros momentos de la historia reciente, a la resaca de las
movilizaciones más o menos espontáneas, movidas por un pathos
de la indignación, le sigue el anhelo y la exigencia de la
organización eficaz, la conciencia de la necesidad de un liderazgo
capaz de reducir la algarabía a unas directrices bien claras.
Siempre surge quien está dispuesto a aceptar el «mal
menor»
para tratar de encauzar el malestar y el descontento y llevarlos a
buen puerto. Pero rara vez se indica la localización exacta de ese
puerto de llegada, por lo que debemos depositar nuestra fe en quien
nos guía y, esperanzados, delegar estratégicamente nuestra
responsabilidad; aplazar, de nuevo, el momento de tomar en nuestras
manos las decisiones que afectan a cómo queremos vivir. Por cierto,
que el margen para ese tipo de decisiones se ha reducido a mínimos
inéditos en los últimos cien años de modernización. Por ello, se
entiende la tentación a delegar en la «buena
representación»
(o la menos mala) antes de asumir que la representación misma es
parte del problema.
¿Que
así tendríamos un Parlamento más colorido, con jóvenes
universitarios muy leídos dispuestos a luchar a brazo partido en
defensa de nuestros intereses? Sea. Pero no dejaría por ello de ser
un Parlamento; igual que una central nuclear pintada de rosa chicle
no deja de ser lo que es. Las Instituciones, el Estado, la Industria,
el Desarrollo, no son meras herramientas que utilizadas de buena fe
den resultados distintos de los que sufrimos a diario. Son, siempre
lo han sido, formas de relación social, y todos aquellos que se
presentan como los próximos gestores no hacen más que perpetuarlas.
Por tanto, ni «podemos»
ni «queremos»
formar parte del rebaño, mucho menos convertirnos en pastores.
Diremos,
con Albert Libertad:
«Que
el ganado electoral sea guiado a correazos, es algo que nos importa
poco; el problema es que construye vallados tras los cuales se
encierra y quiere encerrarnos, que nombra a los amos que lo dirigirán
y quieren dirigirnos».
Transformar la sociedad que
necesita los Parlamentos, la Industria y el Desarrollo, requiere
dejar de participar en ella. Y eso no se hace eligiendo amos
«mejores».
La pregunta evidente del coro que siempre opta por el mal menor dice:
«Y
entonces, ¿vosotros cómo hacéis para sustraeros a las condiciones
de vida que tanto criticáis?»
Respuesta: «Lo
hacemos como todo el mundo; con muchísima dificultad.»