Nueva colaboración con la revista Hincapié:
http://www.revistahincapie.com/?p=5674
sábado, 5 de julio de 2014
lunes, 16 de junio de 2014
El anarquismo en tiempos posmodernos
Esta nueva entrada la podéis leer en el siguiente enlace:
http://www.revistahincapie.com/?p=5574
Se trata de una colaboración con la revista Hincapié, que esperemos sea la primera de muchas otras.
Testigo Incómodo seguirá teniendo su contenido regularmente, aunque la periodicidad quizá se vea afectada por este nuevo compromiso que me ha parecido importante asumir.
viernes, 30 de mayo de 2014
Partidos y contrapartidas
VOTACIÓN, s.
Trampa sencilla mediante la cual una mayoría
demuestra ante una minoría que resistir es una locura. Muchas
personas dignas con aparatos intelectuales imperfectos creen que las
mayorías gobiernan en nombre de un derecho inherente.
Ambrose Bierce, El
diccionario del diablo.

El
objetivo de cualquier partido político es la capitalización de las
pasiones colectivas en beneficio propio. Para ello deben primero
traducirlas y encauzarlas, haciéndolas pasar por la expresión de
unos intereses particulares que el partido, sin explicar bien cómo,
estaría en condiciones de defender como Interés General. Pero como
la expresión de las pasiones colectivas es muy compleja y
contradictoria, y rara vez se hace explícita sin grandes problemas,
la suerte electoral de cualquier partido se jugará, siempre, en el
terreno de la propaganda.
Una
buena propaganda convierte un cúmulo de vagas aspiraciones,
sentimientos de desencanto, de unidad nacional, de soberanía, de
independencia, de igualdad, de justicia, de indignación o
cualesquiera, en consignas simples, generalistas, que pueden
movilizar las pasiones con un único fin: ganar poder. Para que sea
efectiva, la propaganda debe reducir el proceso de discusión y
elaboración del juicio a la mínima expresión. Demasiados matices
la vuelven inoperante. La mejor propaganda elimina este proceso por
completo, instala una palabra, una imagen o un icono en el imaginario
colectivo y lleva al paroxismo la lógica de la representatividad:
anula el proceso del pensamiento por la delegación en otros de esa
tarea. El partido pone en marcha su maquinaria, grande o pequeña,
tradicional o digitalizada, para la traducción de las pasiones en
propaganda, y las consignas sustituyen el debate, el conflicto, y la
formación de una opinión crítica, por la tarea mucho más simple
del elector. Al actuar de este modo, el partido inevitablemente
desplaza la búsqueda de cualquier principio de verdad o bien común
por la consecución de una victoria que presentar ante sus electores
como muestra de la infalibilidad de sus razones.
Que
en lugar de dos grandes partidos existan cuatro o diez sólo quiere
decir que se multiplicarán por cuatro o por diez la propaganda y los
argumentos en favor de la supresión de la participación consciente
en la vida pública. Se multiplicarán por cuatro o por diez las
razones que aconsejan la participación electoral y las evidencias de
la derrota anticipada del juicio en el ritual del voto. Es decir, que
la maquinaria partidista se habrá perfeccionado e incluso habrá
podido reequilibrar algunas fuerzas internas que provocaban
tensiones, pero el principio de la delegación saldrá, en
consecuencia, reforzado. De igual modo, la multiplicación de canales
de televisión, la llamada televisión a la carta o los canales de
Internet, no refuerzan en ningún caso más que la condición del
consumidor pasivo de imágenes prefabricadas por otros.
Dado
que elabora propaganda en base a pasiones vagamente definidas,
convierte en consignas el diálogo sobre el bien común y, a veces,
las reúne en un compendio o «programa», el partido político
ejerce una presión insoportable a favor de la suspensión del juicio
propio sobre cualquier particular, y favorece la asunción en bloque
de algo parecido a una doctrina. Simone Weil decía a principios del
siglo XX que si uno fuese a un partido para
hacerse miembro y dijese: «sobre este punto y tal otro estoy de
acuerdo con el partido, pero me reservo el derecho a diferir en el
resto que aún no conozco y en futuras ocasiones en que el partido se
pronuncie sobre algún aspecto de la realidad», si dijese algo
parecido, seguramente le invitarían a que volviese en otro momento.
El
hombre o la mujer de partido, por definición, no piensan. Como mucho
defienden su posición (la del partido) sobre este o aquel
particular, pero esa defensa entra en el dominio de la táctica y la
militancia, y no del pensamiento. En nuestros días, ni siquiera la
adhesión a los principios o al programa de cualquier partido
político tiene mucha relevancia. El concurso de la televisión y de
otros medios de comunicación de masas permiten que la identificación
sea más laxa, más inmediata. Se puede incluso generar la ilusión
participativa, facilitando procedimientos para la elaboración
colectiva de algunas consignas por los nuevos medios informáticos.
La presión que ejercen los partidos en ese sentido es más sutil,
más «abierta», pero se orienta en la misma dirección. Quien
pretende construir un juicio crítico con el que enfrentarse a la
realidad no tiene lugar en ningún partido. Él mismo se ha
escindido para poder realizar ese juicio, de algún modo ya está
«partido», por lo que no necesita del amparo de la mayoría para
enunciar sus opiniones.
Con
la supuesta ruptura del bipartidismo y las renovadas ilusiones
respecto a la política de partidos, la presión se orientará hacia
quienes, por tratar de sostener un juicio independiente y no aceptar
la mediación ni la delegación, pretendan sustraerse de la lógica
electoral. No hay nada más contrario a la inteligencia humana que el
elector satisfecho. Nada más parecido a un autómata que el
consumidor que «sabe lo que quiere». Un votante de nuestro tiempo
es un consumidor de política: exactamente lo contrario de un sujeto
emancipado.
Cualquier
partido político que incluya en su programa la lucha por la
libertad, requerirá que se acepte de una vez y para siempre su
concepto de «libertad», con tal de poder representarlo para la
mayoría; y para ello requerirá que su elector suspenda su voluntad,
convirtiendo al fin la libertad en un concepto vacío, una meta a
alcanzar mediante la supresión, precisamente, de las condiciones que
harían posible su ejercicio. Esta es la principal aporía que
presenta la existencia de cualquier partido político, y por estar
atrapados en ella desde hace tiempo algunos piensan que el ser humano
ha coexistido con esta realidad desde siempre. Lo que es una soberana
tontería. Y, aunque fuese cierto, como decía Simone Weil, que
existan no quiere decir que no debamos suprimirlos.
Pero
esta supresión no sería sencilla. El fin último de todo partido es
su propia existencia, su aumento en cuotas de poder, el crecimiento
en número de electores, su conversión en masa. Es la masa la que
habla por boca de los partidos. Aunque en principio (y a veces por
principios) se presente como un medio o una herramienta, está
destinado a convertirse en un fin. Como la masa habla por boca del
partido y el partido tiende a convertirse en masa para existir, el
partido, por definición, no piensa. Y, en la medida en que no piensa
en absoluto, siempre necesita más poder, más afiliados, más
donantes, más votos. Si quiere convencer debe primero vencer
al pensamiento y sólo en el terreno de esa derrota ―ya de por sí
muy fértil― puede el partido político echar raíces y prosperar.
Con independencia del bien común, el partido existe como un hecho
que se vale a sí mismo, su justificación es al mismo tiempo una
evidencia y un dogma, por lo que no admite discusión: «nacimos para
vencer, y como vencimos, es evidente que debíamos nacer». No puede
existir por ello ningún partido que fomente la democracia, porque la
democracia es un medio para conseguir el bien común y como
medio entra en contradicción con el fin único del partido que es su
propia existencia. Ningún partido político puede ser, por tanto,
instrumento de libertad, porque el partido es la ausencia de libertad
convertida en aparato de propaganda.
La
actual ilusión de una renovación democrática y una reconstrucción
de la vida pública a través de los partidos políticos, rompe con
el bipartidismo a costa de reforzar la lógica de la
representatividad, que es contraria al ejercicio de la libertad.
Solamente incluye nuevos ingredientes a la papilla de consignas que
se nos sirve fría cada día. Viene a decirnos que es posible la
«buena representación», y nos apremia a creer que podemos salir de
la vida administrada eligiendo nuevos administradores. Todo partido
político se sustenta en esa mentira de base.
Quienes
tratan de organizar y encauzar el descontento deberán mantener y aun
reforzar las causas últimas de ese descontento para seguir teniendo
qué organizar y encauzar. La jugada se ve venir de lejos, pero
siempre falla la memoria ante la ilusión, siempre las pasiones,
cuando creen encontrar su cauce, aspiran a representar toda la
realidad. Y así el momento de la ruptura definitiva con aquello que
nos oprime queda aplazado, una vez más.
domingo, 27 de abril de 2014
Enseñanzas de la Peste Negra en Europa.

La
Peste cayó sobre unas sociedades con una forma de organización
determinada, donde la pequeña explotación agrícola y la roturación
de bosque europeo para el cultivo extensivo de cereal eran las bases
de una economía muy sensible a las variaciones del precio del grano
y a la disponibilidad de mano de obra campesina. Con la extrema
crisis demográfica provocada por la pandemia, la lógica del cultivo
extensivo se hizo cada vez más difícil de sostener. Hubo un proceso
de concentración de campos y parcelas abandonadas (algunas
poblaciones llegaron a perder más del 60 por cien de sus
habitantes), y ante la escasez de mano de obra y el aumento de los
salarios, muchos orientaron su producción hacia la ganadería. La
ganadería requería menos trabajo humano, y el precio de la lana en
la naciente industria urbana del paño ofrecía mayores expectativas
de rentas para los propietarios de grandes extensiones de tierra. Las
pequeñas explotaciones agrícolas que lograron mantenerse
sustituyeron también el cultivo de cereal por el de plantas
oleaginosas, vid y plantas tintoreras, cuyo destino final era, de
igual modo, el mercado urbano. Por eso el cereal escaseaba y su
precio aumentaba.
Así,
la economía feudal se vio enfrentada después de la Peste a la
concentración de tierras en menos propietarios, a la escasez de
manos para las tareas agrícolas que requería el cultivo de cereal,
y a la sustitución de cultivos orientados a la producción de
materias primas para el mercado urbano. Esto supuso, según algunos
historiadores de este periodo, un empobrecimiento continuo de la
población rural y una polarización social cada vez mayor,
propiciando por un lado la acumulación de riquezas en menos manos, y
por otro la extrema dependencia de una masa empobrecida, sin tierra y
sin trabajo que, literalmente, se moría de hambre.
Si la
historia de la Peste Negra en Europa nos puede enseñar algo es que
las crisis recaen en las sociedades humanas sin que ello suponga, a
priori, ninguna oportunidad de aligerar las condiciones de opresión
para los que ya vivían en el umbral de la supervivencia. Muy a
menudo, lo que sucede es que esas condiciones se refuerzan, y las
masas extenuadas se ven sometidas a un mayor grado dependencia y a
nuevos procesos de desposesión. Las transformaciones sociales que se
derivan de crisis tan profundas suelen ser imperceptibles para
aquellos que las protagonizan y se van acumulando, de manera larvada,
hasta que los acontecimientos se precipitan de nuevo y, entonces,
podemos ver algo del proceso que ha tenido lugar, vale decir: tomar
conciencia del mismo. Pero, si lo hacemos, es bajo un efecto
«retrovisor»,
cuando ya hemos dejado atrás los acontecimientos y la acción sobre
las causas del desastre se muestra ya impotente. Por ello, no dejamos
de predecir el pasado cuando nos acercamos a los hechos
históricos. Y, sin embargo, sentimos cierta familiaridad con aquello
que encontramos, porque no dejamos de poner parte de nuestro presente
en la interpretación del pasado. Las causas de la opresión y la
libertad son siempre causas humanas. Pero las modificaciones en la
condición humana se miden, como poco, en milenios; mientras que
nuestra cultura material, nuestra forma de obtener el sustento más
inmediato para la vida y las formas de organización social que
adoptamos para ello, se ven modificadas de manera radical cada pocos
años desde que se inició el proceso de industrialización, y son ya
irreconocibles respecto a cien años atrás.
Lejos
de desalentarnos para actuar sobre las opresiones presentes, adoptar
esta perspectiva de tan larga duración supone situarnos en el único
sitio en el que nuestra existencia cobra sentido: en este momento, en
este lugar. Si logramos mirar al pasado para entender nuestro
presente y, así, desterrar de una vez por todas la idea de un Futuro
al que nos conducirá cierto Progreso, habremos ganado un mundo. No
el mundo de ayer, sino el único en el que podemos existir hoy.
Defender ese mundo de quienes pretenden asegurar su próximos
rendimientos aún al coste de destruirlo por completo es la única
tarea imprescindible. Si existe algo parecido al progreso humano se
refiere únicamente a la consolidación de esa conciencia que niega
el futuro y a todos aquellos que pretenden asegurárnoslo por nuestro
propio bien.
Defender
el desarrollo económico, la creación de empleo, la sanidad y la
escuela públicas, las pensiones y los subsidios, es situarse del
lado de la vida administrada. Como en los tiempos de la Peste Negra,
una crisis refuerza las condiciones de opresión que la precedían, y
la idea de un progreso inevitable nos aplasta bajo las ruedas de su
avance tecnológico. En un mundo teocéntrico la única salvación
era el camino hacia Dios. En nuestro mundo tecnocéntrico parece que
la única salvación es recorrer el camino para integrarnos en la
Máquina.
Hay
que desertar. No hay Progreso, ni Futuro: los herejes de toda fe
seguimos aferrados a nuestra libertad presente, en contra de quienes
pretenden entregárnosla pasado mañana, envuelta y lista para
consumir, como si fuese un bálsamo para la Peste Negra que nunca
hemos dejado de sufrir.
miércoles, 9 de abril de 2014
Manzanas y cocaína.
¿Que sólo hablé forzado, porque debía ser por la
causa y por vosotros, de esas cosas terribles, y suscité en vuestra
conciencia lo que yo no necesito en mí hacer consciente ya, porque
todo eso ultrajante del ambiente hace mucho que se ha convertido en
un trozo de mi razón, de mi vida, de mi conservación corporal y
hasta de mis gestos?
Gustav Landauer
Sucede
a menudo que un libro nos lleva a otro y de ese a otro y a otro más,
y acabamos enredados en una maraña de referencias cruzadas, hasta el
punto de tener la sensación de estar recomponiendo un mapa
encriptado, de desentrañar poco a poco el código de un conocimiento
secreto que estaba ahí, oculto, preparado para el momento en que
nosotros posásemos la vista en él y lográsemos realizar las
conexiones necesarias. Por supuesto, se trata de un malentendido.
Encontramos en esas lecturas lo que de algún modo ya andábamos
buscando.
El
secreto de la existencia, si es que hay alguno, es que sucede a
diario, delante de nuestras narices, mientras nos entretenemos
buscando los orígenes y las causas últimas de nuestras alegrías y
miserias. El punto de partida no está nunca detrás
de nosotros, sino que cambia con cada desplazamiento que realizamos
para encontrarlo. De modo que cuando creemos encontrar un punto fijo
desde donde explicar el secreto funcionamiento del mundo, acabamos
por perder la perspectiva, y todo lo que aparece ante nuestra mirada
no hace sino confirmar lo que hemos decidido concluir con antelación.
Esa
es la impresión que me queda tras la lectura de CeroCeroCero,
el libro de Roberto Saviano sobre el poder de la mafias y el tráfico
internacional de cocaína. El subtítulo lo expone claramente: Cómo
la cocaína gobierna el mundo.
Partimos de esa premisa, y a partir de ahí todo va encajando: las
brutales ejecuciones de los Zetas colgadas en Internet, la
ascendencia de los cárteles mexicanos tras el declive de los
cárteles de Cali y Medellín, las matanzas con un balance de más de
setentamil muertos, extorsiones, amenazas, cuerpos disueltos en
bidones con sosa cáustica, descuartizamientos con motosierras,
ejecuciones sumarias y torturas; connivencia de policías, del
Estado, magistrados y financieros, militares y guerrillas,
multinacionales y grandes bancos, todos implicados en el gran negocio
de la coca; submarinos del arsenal soviético vendidos a los capos
colombianos para trasladar la mercancía hasta California, rutas
transatlánticas en contenedores con toneladas de fruta o marisco que
llegan a los puertos de Vigo, Rotterdam, Giogia Tauro, Hamburgo o
Barcelona; coca viajando en prótesis mamarias de modelos
internacionales, en el estómago de miles de mulas
anónimas; los calabreses y el cártel de Sinaloa, las mafias rusas y
los nigerianos. Todo se despliega con la mayor naturalidad y una gran
cantidad de información que Saviano dosifica con gan habilidad
narrativa. Va tejiendo las historias, recomponiendo el puzzle que se
presenta ante su mirada. Es bueno, y sabe de lo que habla, de eso no
hay duda.
Pero
hay algo, un ruido de fondo, que acaba por ser molesto. Un poso de
amargura y resignación nos acompaña en este viaje a través de las
rutas internacionales de la cocaína, de sus sicarios y sus hábiles
gestores financieros. Saviano es consciente de lo que supone situarse
en el mundo de ese modo: «Decretar
la inexistencia absoluta de cualquier bálsamo para la vida».
Cree haber encontrado la «verdad
última»
del ser humano; el adiestramiento en la crueldad puede hacerse en
ocho semanas, el mundo tiene un lado oculto que se muestra a veces
con la mayor naturalidad en las páginas de sucesos de algunos
periódicos locales. «Estar
dentro»
de eseas historias, como el autor dice, permitir que la mirada se
«contamine»
y lo juzgue todo a partir de esas atrocidades es lo que le permite
saber «lo
que otros no saben».
Es un lugar complicado, y no dudo del altísimo precio que el
escritor napolitano paga cada día por ello. Lo que me inquieta es
«para
qué»
paga ese precio. Para qué, como él afirma, se ha convertido en un
«monstruo».
No me refiero a ninguna oscura intención, sino para qué tipo de
verdad última este hombre decidió que la mejor forma de actuar era
ir a un choque frontal con la violencia organizada que opera fuera
del marco del Estado. Un valor incuestionable de este libro son
aquellas partes donde Saviano se interroga abiertamente sobre
ello, aunque por toda respuesta encuentre la desesperación y una
«huida
hacia adelante».
Macabra ironía: la violencia organizada del Estado ahora lo escolta
las veinticuatro horas del día para protegerlo de la
otra violencia
organizada.
Y
aquí se encuentra, a mi juicio, al problema central del relato que
Saviano construye: que acaba pintando el cuadro de un mundo en el que
dos formas de violencia campan a sus anchas como en un gran tablero
de ajedrez sin que nadie sea capaz de escuchar, según su queja, el
ruido ensordecedor de ese río subterráneo de cocaína, crímenes y
dinero que, como la sangre, es bombeado por el corazón del
«narcocapitalismo».
Pero, si tan desapercibido pasa para todo el mundo, ¿por qué él sí
lo escucha? El caso es que sus fuentes de información son de lo más
«audibles»:
informes policiales de grandes operaciones contra el narcotráfico,
procedimientos de las fiscalías y los Departamentos de Distrito
Anti-mafia, investigaciones de organismos gubernamentales, de la DEA
estadounidense, de la Guardia Civil o los Carabinieri, declaraciones
de «arrepentidos»
que colaboraron con la justicia, informes de la ONU o de la Unión
Europea sobre el comercio internacional de cocaína y el blanqueo de
dinero. Pero, entonces, ¿no se trataba de un resorte secreto que
movía el mundo? Parece que, finalmente, no lo era tanto. Mucha gente
lo sabe, pero no importa demasiado.
Lo
que Saviano hace en su libro es recopilar toda esa información,
darle forma, relatarla en algunos momentos con maestría, para decir
que el crimen rige nuestro mundo. Pero eso, según se diga, no se
diferencia mucho de lo que puede afirmar cualquier celoso guardían
de la Ley. De todos modos, el escritor italiano es demasiado
inteligente como para no ver las semejanzas entre la forma de
organización de un cártel sobre un territorio que considera
estratégico, y una multinacional del gas o del petróleo o del agua.
Llega a apuntarlo en varias ocasiones, constata que entre unos y
otros a menudo hay más que semejanzas, pero vuelve enseguida al
lodazal del crimen organizado porque es ahí donde se nutre de las
historias en las que puede «comprender
hasta el fondo»
la debilidad del ser humano, lo inestable de cualquier lazo de
solidaridad, lo corruptible y carente de moral de la mayoría que
busca el éxito rápido, de la fuerza superior de la crueldad y del
dinero frente a cualquiera que se les oponga.
Todo
ese nihilismo que va racionando a medida que avanza en su relato,
como si se fuese contagiando de la materia pegajosa con la que está
tratando, se concentra en una afirmación más terrible que el
recuento pormenorizado de brutales crímenes: ante el mundo que ve,
concluye que hay una «absoluta
impotencia de todas las enseñanzas orientadas a la belleza y a la
justicia de las que me he nutrido».
Demoledor, y triste. No soy capaz de imaginar cómo ha conseguido
sobrellevar esa muerte de la sensibilidad, y a qué clase de demonios
debe enfrentarse por ello.
II
La
cocaína es una mercancía más dentro del capitalismo industrial
globalizado. El intento de situarla como causa última de lo que
acontece en el mundo puede estar justificado por la situación desde
la que el autor aborda su tema (desde 2006 está condenado a muerte
por la mafia napolitana tras publicar su primer libro: Gomorra).
Pero la realidad es más compleja, y se resiste al análisis desde un
sólo punto para explicarla por completo. A no ser que la reduzcamos
considerablemente. Saviano rastrea, sobre todo, el proceso de
distribución de la cocaína y los lazos con la economía financiera
especulativa, y eso es un acierto. Pero deja de lado las condiciones
de producción de la coca (se echa en falta un capítulo explicando
las políticas agrarias de los países productores, por ejemplo). Y,
sobre todo, pasa de puntillas por la parte del consumo. Porque todo
ese negocio criminal, todo lo que nos presenta con una luz fría que
lo hace aún mas abominable, está destinado a que millones de
personas consuman el polvo blanco (unos siete millones en Europa,
según apunta él mismo a través de un informe de la UE). Quien la
consume quiere sentirse eufórico, exitoso, fuerte. Pero, ¿por qué
quieren eso? Saviano responde: cuanto más se acelera el capitalismo
más coca hace falta. Pero seguimos sin explicarnos nada, y aquí se
podría dar la vuelta al argumento de todo el libro: entonces es el
turbocapitalismo el que gobierna el mundo y la coca es sólo un medio
entre muchos otros. La demanda de cocaína, según nos dice, no deja
de crecer en todo el planeta, igual que la demanda de muchas otras
mercancías de «curso
legal».
Pero sin el concurso del petróleo barato el comercio internacional
de la cocaína, como el de casi todo lo demás, se vería en serios
aprietos. Sin la existencia del Estado (violencia organizada) y la
Técnica (producción organizada) el narcotráfico internacional y
sus redes mafiosas no tendrían razón de ser.
El
consumo de drogas es más antiguo que el capitalismo, pero la
aceleración del mundo industrial desde hace al menos dos siglos ha
convertido cualquier actividad humana en presa de la
mercantilización. El ascenso de la vida administrada nos puede
proporcionar cocaína o latas de sardinas (o cocaína oculta en latas
de sardinas, también), pero no cambia mucho en cuanto al problema
central: el desarrollo internacional de la violencia organizada y de
la producción industrial. Esas son las fuentes históricas de una
crisis social que dura siglos. Es la Ley la que genera el crimen, y
no al contrario. Es la industrialización la que genera la necesidad
y la escasez, y no al contrario.
Por
eso no se trata tanto de legalizar la cocaína, como apunta Saviano
hacia el final del libro, como de prescindir de la violencia
organizada en todas
sus formas. Y
cualquier legalización presupone la existencia del Estado, que
ostenta el monopolio de esa violencia. Si la elección sólo se puede hacerr entre Mafia o Estado, casi sería mejor comenzar por otro lugar
el análisis.
¿Cuál
es el problema de la cocaína, su verdadera dimensión? Las historias
que relata Saviano son en muchos casos horribles, y están muy bien
contadas. Pero, ¿qué
lugar ocupan en la
masacre indiscriminada en que se ha convertido la industrialización
legalizada y el proceso de modernización que despoja de todo y tira
al vertedero a más de dos tercios de la humanidad? Veamos: Saviano
intenta hacer la cuenta de la cocaína que se ha producido en un año,
y se frustra por lo difícil de hacer el balance: por la naturaleza
misma de los datos, por las distintas fases de «corte»
de la coca, que generan un desfase entre la cantidad de producto en
origen y el destinado al consumo final, por los números de las
incautaciones que no coinciden con el resto, etcétera. Al final, más
o menos, nos acercamos a una cifra: entre 700 y 1.000 toneladas de
cocaína al año. ¿Mucho? Depende. La producción mundial de café
para el año 2013 según la FAO habría sido de 7 millones de
toneladas.
Las
muertes debidas a las mafias vinculadas al negocio de las drogas las
calcula Saviano en unas 70.000. Son, sin duda, muchísimas. Pero en
el planeta mueren al año 59 millones de personas. Según la OMS la
principal causa de mortalidad en los países más desarrollados son
las cardiopatías y los accidentes cerebrovasculares, después las
infecciones de las vías respiratorias, y en los países llamados «en
vías de desarrollo»
el VIH y las enfermedades relacionadas con la falta de agua potable.
Los accidentes de tráfico y la diabetes, claramente atribuibles a
las condiciones de vida en la sociedad tecnológica, causan millones
de muertes al año.
¿Una
gran cantidad de consumidores? ¿Todo
el mundo usa cocaína?
Eso nos dice el autor. Pero según un informe de la ONUDD (Oficina de
Naciones Unidas contra la Droga y el Delito) afirmaba en 2013 que el
número de consumidores máximos de esa sustancia sería de 20
millones, lo que supondría un 0,45% de la población mundial. Tomo
con precaución estas fuentes, y sólo las utilizo porque Saviano se
apoya en ellas varias veces a lo largo de su relato.
No
trato de frivolizar con este baile de números, tan sólo intento
situar el «problema»
en sus verdaderas dimensiones, más allá de la espectacularidad de
los informes policiales, los agentes dobles, los arrepentidos y los
ritos mafiosos.
No
creo que Saviano desconozca todo esto. Pero no hay una sola mención
en todo el libro. Parece que al poner su lente de aumento sobre las
organizaciones criminales que están ligadas al comercio mundial de
la cocaína hubiese perdido de vista peligrosamente todo lo demás. Y
«todo
lo demás»
es precisamente lo que podría explicar el comercio de drogas, su
consumo, su producción y las prácticas que conlleva.
La
desposesión violenta, el crimen, la extorsión y el fraude fundaron
el capitalismo industrial, la legalidad vino después a sancionar
como natural un estado de cosas que sustituía una servidumbre por
otra, inaugurando lo que Tolstoi llamó el «esclavismo
moderno».
La ambición de poder, y del dinero que facilita su acceso, es
constante e independiente de la mercancía que incidentalmente
utilicen algunos para satisfacerla.
No
hay, tampoco, un dinero negro y uno legal, blanqueado. El dinero es
la expresión abstracta de la violencia intrínseca de un modo de
producción que es, sobre todo, un modo de relación social. Es la
expresión de la destrucción de la naturaleza y las culturas que se
mostraban respetuosas con sus límites (que ahora se ven obligadas a
trabajar en las plantaciones de coca). Es la expresión de cómo unos
pocos seres humanos parasitan el trabajo de otros, a los que obligan
a vivir una vida carente de satisfacción (quizá por eso toman
cocaína que sus mismos amos les venden). Es la expresión del ser
humano que se ve como una mercancía más y necesita invertir en sí
mismo con tal de venderse mejor en un gran mercado de personalidades
que cada vez cuentan menos (quizá, por eso, toma cocaína, para
sentirse único). Esa es la verdad del mundo industrializado. Pero
dudo mucho que sea La Verdad, como sugiere Saviano a lo largo de todo
el libro.
III
Al
final, hastiado de su viaje por esa parte del capitalismo industrial
más salvaje, dice: «Es
demasiado fácil creer en lo que yo creía al principio de este
recorrido. Creer en lo que decía Thoreau: “Ni el amor, ni el
dinero, ni la fama, dadme la verdad”. Creía que seguir estos
caminos, aquellos ríos, oler los continentes, hundir las piernas en
el lodo podría servir para tener la verdad. No funciona así,
Thoreau. No se la encuentra».
Y
justo aquí volvemos al principio. A los libros que llevan a otros
libros. Unos días antes de que cayera en mis manos CeroCeroCero
estuve leyendo, precisamente, a Thoreau. Transité, emocionado, por
las páginas de su pequeño libro Las
manzanas silvestres
donde el autor de Concord se dedica exactamente a hablar de eso: de
las manzanas silvestres, de sus sabores, sus variedades infinitas, su
coloración y textura, la curiosa cualidad de algunas que sólo
permiten ser comidas al aire libre de noviembre, tras una larga
caminata, cuando las papilas gustativas del caminante las puede
recibir: si se lleva una a casa al comerla en su estudio le resultará
insoportablemente amarga.
Cuando
Thoreau habla de la verdad, no es de esa verdad cruel, mezquina y
metida hasta el cuello en el lodo y la sangre. Su verdad es
otra. La verdad del
caminante que sigue durante años el crecimiento de un manzano
silvestre, arraigado en las condiciones más duras, soportando las
heladas y las visitas de los animales que codician sus frutos,
llenándose de espinas para proteger lo que más tarde será el
centro de su existencia. Y hay allí una verdad inmensa, muy alejada
de los mercados financieros, las mafias, las redadas antidrogas, los
asesinatos y los contenedores con cientos de kilos de cocaína
escondida entre toneladas de café. Es otra verdad la que Thoreau
busca, aquella que en lugar de sumirnos en un abismo de desesperación
nos reconcilia con la vida, con aquello que somos cuando nos alejamos
de los requerimientos de la violencia organizada y la producción en
masa. La verdad de Thoreau no pretende la legalización de ningún
aspecto de la vida. La verdad de Thoreau es la de la libertad frente
a la explotación humana organizada socialmente. Y no era una verdad
ingenua o bucólica, porque constataba, ya alrededor de 1860, que los
tiempos de la Manzana Silvestre pronto pertenecerían al pasado.
Decía:
Hoy
no veo a nadie que plante árboles fuera de los caminos trillados, a
lo largo de las carreteras y de los caminos aislados o en lo más
profundo de los bosques. Ahora que han injertado sus árboles pagando
el máximo precio, los juntan en un terreno próximo a su casa y los
encierran dentro de un cercado. Al final de esta evolución nos
veremos todos obligados a buscar nuestras manzanas en el fondo de un
barril.
¿Qué
tendría que decir hoy, frente a la modificación genética de los
organismos vivos para su comercialización y tras más de cincuenta
años de «Revolución
Verde»
y agroquímicos?
Leemos
el mundo, como los libros, para encontrar lo que de algún modo ya
sabemos. Uno ve en las manzanas silvestres una metáfora de la vida,
la expresión de una naturaleza que debemos preservar para seguir
siendo humanos y que está en peligro. Otro mira los expedientes
policiales, las declaraciones de los mafiosos arrepentidos, las
grabaciones en vídeo de decapitaciones y ejecuciones sumarias, y
concluye que el mundo es exactamente eso. Uno respira libetad,
confianza y hasta una cierta ingenuidad. El otro proclama la
debilidad de todas las relaciones humanas, lo corruptible de
cualquier persona, y la imposibilidad de la vida sin alguna forma de
violencia. Para uno las manzanas silvestres, para otro la cocaína.
¿Qué hace girar el mundo? La verdad no es algo externo a nosotros
que tengamos que conquistar con algún sacrificio supremo o un papel
ignorado en el fondo de un archivo de una agencia antimafia, es una
actitud ante la vida, que elige dónde mirar, a qué dar valor y a
qué dar la espalda. Para mí, la elección está clara: me quedo, sin
duda, con las manzanas.
lunes, 31 de marzo de 2014
Literatura, verdad y vida. Sobre “El conocimiento del escritor” de Jacques Bouveresse.
La vida es una
marcha hacia la cárcel.
La verdadera
literatura debe enseñar
a escapar o prometer la
libertad.
A. Chéjov.
Si
la literatura es una forma de conocimiento, puede que no esté tan
interesada en la verdad como en la vida. Quizá no busque un
conocimiento profundo y verdadero, sino la experiencia de la vida de
la que surge algo de verdad, siempre mezclada con ese resto mezquino,
cobarde y poco loable de la condición humana. En uno de los
apartados de este magnífico libro que leí hace poco, Jacques
Bouveresse cita la siguiente frase de Valéry: «Profundo
es (por definición)
lo que está alejado del conocimiento. Superficial,
lo que es conforme al conocimiento fácil y rápido».
Es cierto, como acota a continuación Bouveresse, que el conocimiento
de la vida no tiene nada de fácil y rápido. Salvemos el reproche
con un matiz: la literatura busca un conocimiento que no puede ser
profundo,
sino que es superficial en cuanto
que es inmediato. O
por lo menos, la única mediación es la que se atribuye al estilo
del escritor, que no estaría sujeto al sistema de la ciencia o al
rigor lógico del razonamiento filosófico. El escritor no busca un
conocimiento sistemático, sino que lo hace surgir de la descripción
de un ambiente, de la confrontación entre personajes, actos e ideas
que los mueven, de la incongruencia entre lo que las personas piensan
y lo que hacen, o lo que hacen en público y piensan en privado,
etcétera. Es, si se quiere, una especie de interrogación moral.
Bouveresse trata de acercar la literatura a la filosofía moral, es
decir a una filosofía práctica que tendría por tarea responder a
la pregunta «¿cómo
debemos vivir?».
Es, de todos modos, una apuesta arriesgada. El escritor no es un
moralista, cuando lo es no hace buena literatura y cuando escribe
verdadera literatura no lo es. La verdad sólo surge en literatura
rodeada del artificio, del horror y la belleza, de lo sublime y lo
banal.
Si
el filósofo quiere ordenar el mundo poniendo orden en sus ideas, y
alineando sus pensamientos como un batallón de artillería, el
escritor vive emboscado en una guerra de guerrillas permanente. Si el
científico quiere medir la realidad mediante sus instrumentos, el
escritor pule la validez de sus procedimientos con la realidad. Si su
búsqueda es universal, lo es en cuanto a que busca lo anterior a la
Ley, lo que aún permanece en la unidad, en lugar de tratar de
legislar sobre el Universo.
El
escritor, por eso, no pretende tanto decir con su obra «cómo
debemos vivir»,
como interrogarse sobre qué tipo de vida hemos elegido; y su
pregunta de partida puede ser muy bien «¿cómo
podemos, pese a todo, vivir?»
En cualquier caso, lo que Bouveresse critica con más acierto es esa
corriente posmoderna que condena a la literatura a ser un mero
artefacto «textual
y lingüístico»
que en nada tiene que ver con los problemas sociales de su tiempo.
Pero el riesgo de la literatura política es tratar de convertir al
escritor en una especie de forjador del «hombre
nuevo».
No es esa la naturaleza de su conocimiento. No se trata tanto de una
pugna entre racionalidad e irracionalidad, como del despliegue de un
conocimiento razonable.
Y lo razonable no tiene porqué coincidir con alguna forma de
«sentido
común»,
y menos en nuestros días. El torbellino de la modernización, que
nos lanza hacia una irracionalidad equipada tecnológicamente,
enarbola siempre la bandera la Razón y del Progreso, tanto más
cuanto menos confesables son sus fines. Por eso el escritor también
debe asumir el compromiso de fabular a contracorriente de la historia
y del progreso, y de ofrecer, como quería Octavio Paz, alguna forma
de regreso.
No
es lo que sucede en nuestros días. Según Bouveresse:
«[…]
la postura mayoritaria de los escritores actuales, cuando no se
integran abiertamente en el sistema, es mucho menos la de oponerse y
luchar que la de resignarse o mostrar una indiferencia más o menos
cínica».
Lo
que me pregunto es en qué sentido la literatura puede hacerse útil
para un conocimiento práctico de la vida, como quiere Bouveresse
siguiendo a Martha Nussbaum. En cualquier caso, ¿de qué «vida»
estamos hablando? Defender al escritor como un maestro de virtud, del
que la sociedad tecnológica no debería querer prescindir si quiere
seguir siendo legítima,
es una contradicción insuperable. En otro lugar he escrito que la
tarea sacralizadora que ha sido siempre la de la poesía está
condenada en nuestros tiempos a desaparecer si no presta sus
servicios a la nueva religión del progreso tecnológico. Para esa
situación no hay atajos institucionales ni reorientaciones de la
crítica literaria que valgan. Por más que la crítica formalista
haya acabado en una quietud y un balbuceo desesperantes, el
conocimiento del escritor no se puede valer por sí mismo contra la
gran corriente de la vida administrada. La organización del Estado y
de la Técnica, llevada a cabo contra la sociedad (aunque su
propaganda diga que es a favor del Desarrollo), no deja mucho margen
para el conocimiento del escritor. En momentos de decadencia social y
degradación acelerada de las condiciones de civilización, como son
los nuestros, el escritor asume el papel del misántropo, y retiene
como puede las palabras que aún sostienen algo distinto a la Ley. En
esos momentos no puede más que estar contra la verdad, y a favor de
la vida. Por eso no le queda más remedio que convertir su vida en
literatura, y es en ese segundo en que decide, en ese instante único, cuando por un momento atisba algo de su
verdad.
miércoles, 19 de marzo de 2014
Piloto automático
Leí
una noticia en el periódico esta semana: un automovilista mató al
conductor de un ciclomotor, tras una extraña maniobra. El giro inexplicable que
realizó el vehículo, saltándose todas las señalizaciones, se
debió a que el GPS le indicó al piloto un perentorio «gire
a la derecha» al que obedeció inmediatamente pese a toda evidencia.
Jaques
Ellul, uno de los más lúcidos críticos de la técnica del siglo
XX,
decía en una entrevista que nuestra situación ante el desarrollo
acelerado de la sociedad tecnológica se asemejaba a la de un
automovilista que circula a más de 120 kilómetros por hora: ya no
se puede decir que guíe el vehículo que tiene entre las manos, tan
sólo puede reaccionar, con un mínimo margen de maniobra, ante
cualquier eventualidad que surja en esa situación en la que su
cuerpo, insertado en la máquina, está sujeto a una inercia muy
superior a sus fuerzas. En definitiva: que es el vehículo mismo
quien guía al piloto, y este sólo puede encomendarse a la
fiabilidad técnica, con la esperanza de que no se produzca ningún
accidente.
En
la progresión ascendente de nuestra complejidad tecnológica, es esa
misma inercia
la que nos sigue arrastrando. Todas las prótesis tecnológicas que
se añaden a nuestra vida para no tener que tomar decisiones nos
hacen más vulnerables, nos someten más al criterio de la máquina
y, en última instancia, como en el caso del accidente que he
comentado, pueden llegar a sustituir incluso nuestro sentido de la
realidad.
Si
ya nos encontramos inmersos en una aceleración sobre la que poco o
nada podemos hacer por guiar, la respuesta de los tecnólogos sigue
siendo la misma: multipliquemos entonces las prótesis para que el
falible y poco confiable ser humano no tenga que tomar decisiones. La
automatización de cada vez más aspectos de la vida, responde a esa
voluntad de controlar, medir y administrar cualquier respuesta no
adaptada al funcionamiento de la maquinaria. Y su utopía se viene
cumpliendo cada día: a fuerza de facilitarnos
tanto la vida, ya no
podemos confiar en nuestros sentidos, atrofiados como están de tanto
recibir estímulos y reaccionar inmediatamente a las órdenes,
memorizar claves, códigos, contraseñas, números. Por ello
necesitamos más tecnología que nos siga facilitando nuestra difícil
adaptación y conversión paulatina en autómatas biodegradables.
Lo
que Langdon Winner llamó en su día «sonambulismo
tecnológico»,
expresa muy bien esta sensación de estar marchando con el piloto
automático. Pero
mientras nuestro cuerpo se sigue adentrando en el entramado
tecnológico, nuestra mente sigue pensando en términos religiosos, y
por ello asistimos a la creación de una nueva fe, con su
iconografía, sus mártires y sus santos.
El
pasado 11 de marzo se cumplió el tercer aniversario del accidente
nuclear de Fukushima. Ningún avance tecnológico pudo evitar el
desastre. Al contrario, el mero hecho de la existencia de los
reactores nucleares en la costa japonesa era ya un desastre, porque a
partir del momento de su construcción ya sólo cabía encomendarse a
la fe tecnológica que nada pudo hacer en el momento decisivo. Hoy
los contadores Geiger miden la radiactividad, los expertos barajan
«niveles
aceptables»
de exposición para las poblaciones cercanas, y todos nosotros
debemos conectar el piloto automático para seguir avanzando hacia la
integración con la máquina.
La
religión tecnológica, como su antecesora, rinde culto a la muerte y
nos promete que más
adelante
encontraremos la salvación. Mientras tanto, su sermón diario reza:
«consuman,
abran su cuenta en twitter, y no pierdan la esperanza».
lunes, 10 de marzo de 2014
Estar a favor, estar en contra

Desde
que las masas entraron por la gran puerta de la Historia de mano de
las distintas Revoluciones de nuestra Era, ya no hemos podido salir
de ella en ningún momento. Y como el curso de la historia y sus
catástrofes se ha visto acelerado de forma inédita por distintos
factores ―desde el motor de combustión interna a las burocracias
internacionales, pasando por la política de la Reserva Federal de
EE.UU.―, tomar partido no es ya tanto una posibilidad como una
obligación.
Deberíamos,
por eso, defender nuestra libertad de no pronunciarnos respecto a las
continuas preguntas e inquisiciones que sólo buscan la aquiescencia
que supone la contestación. Si no se pueden impugnar los términos
en que se plantea la pregunta, la opinión está trucada. Desposeídos
de nuestra voluntad para la satisfacción de nuestras necesidades
básicas, se nos acumulan las cuestiones de actualidad más banales
sobre las que pronunciarnos, y lo hacemos a menudo con la suficiencia
del que lo ignora casi todo. Sin emabrgo, las parcelas de nuestra
vida que han caído bajo la administración técnica de unos aparatos
inconmensurables y complejísimos, nos señalan con claridad en qué
medida nuestra opinión «a
favor o en contra»
es inoperante en cuanto a aquello que nos incumbe más directamente.
Si
con estas notas he contribuido en alguna ocasión a fomentar esa
actitud, espero que se me disculpe. Yo también soy hijo de mi
tiempo. Hace poco, un buen amigo me envió unas cuantas respuestas
contrarias a algo que yo había escrito aquí, recolectadas
pacientemente entre algunos conocidos suyos. En todas había una
exigencia que se repetía: «¿dí,
entonces, qué hacemos?»
Por supuesto, no hay respuesta a esa pregunta; al menos planteada de
ese modo. Ese es el problema: que nos vemos abocados a la inacción
cuando pensamos qué hacer y quienes tienen el poder de actuar no
saben lo que hacen.
Con
otro amigo un día pensamos un chiste gráfico, se trataba de un
cartel donde se leyese:
¿HARTO
DE ESTA SOCIEDAD DIRIGIDA Y CONTROLADA,
DE
SU DESHUMANIZACIÓN Y SU AUTORITARISMO TECNOCRÁTICO?
PULSE
AQUÍ PARA DECIR, “SI”.
lunes, 17 de febrero de 2014
Combatir lo peor
«Si
lo peor permaneciera idéntico a sí mismo, en cierto modo sería
demasiado fácil de combatir.»
(Jaime Semprun)
Para
quienes estamos, como quería Albert Libertad, contra los pastores y
contra los rebaños, el lento pero seguro declive de nuestras
sociedades desarrolladas nos ofrece múltiples oportunidades de
combatir lo peor cuando se presenta bajo el aspecto de «lo
menos malo»
o, aún peor, como «el
mal necesario».
Es decir, quienes defendemos que no hay reforma posible para el modo
de vida que hemos creado en los dos últimos siglos, y que la salida
del capitalismo requiere renunciar al mundo industrial y tecnológico
que se nos impone como única forma de existencia, debemos de estar
preparados para ejercer la crítica de lo no evidente. Estar contra
aquellos que quieren mejorar
el funcionamiento de la opresión o hacerla al menos algo más
soportable. Eso nos deja en un lugar muy poco cómodo. Siempre se nos
podrá acusar de agoreros, Casandras malintencionadas, propagadores
del desánimo, desmoralizadores y tantas otras cosas. Ante esto sólo
cabe decir que son precisamente las ilusiones de progreso de esta
sociedad y la realización del sometimiento efectivo a sus dictados,
aquello que desmoraliza y propaga el desánimo con mayor eficacia.
Quienes tratamos de combatir aquellas ilusiones y sus tiranías sin
ofrecer a cambio ningún consuelo o redención, rara vez tenemos
seguidores.
Esa ha sido históricamente la tarea de los pastores, no la nuestra.
Los
nuevos aspirantes a guiar el rebaño electoral a través de
plataformas como Podemos,
representan hoy «lo
peor»,
que ha mutado en sus formas para hacernos tragar la papilla insulsa
de siempre. Si apelando a la «audacia»
y a las exigencias de una situación «de
excepción»
acabamos aplaudiendo la figura del tertuliano televisivo y
depositando las esperanzas de un cambio social en la enésima
aventura electoral de una candidatura izquierdista, valdría la pena
no ser tan audaces. O al menos emplear nuestras fuerzas en cosas
mejores.
Como
en otros momentos de la historia reciente, a la resaca de las
movilizaciones más o menos espontáneas, movidas por un pathos
de la indignación, le sigue el anhelo y la exigencia de la
organización eficaz, la conciencia de la necesidad de un liderazgo
capaz de reducir la algarabía a unas directrices bien claras.
Siempre surge quien está dispuesto a aceptar el «mal
menor»
para tratar de encauzar el malestar y el descontento y llevarlos a
buen puerto. Pero rara vez se indica la localización exacta de ese
puerto de llegada, por lo que debemos depositar nuestra fe en quien
nos guía y, esperanzados, delegar estratégicamente nuestra
responsabilidad; aplazar, de nuevo, el momento de tomar en nuestras
manos las decisiones que afectan a cómo queremos vivir. Por cierto,
que el margen para ese tipo de decisiones se ha reducido a mínimos
inéditos en los últimos cien años de modernización. Por ello, se
entiende la tentación a delegar en la «buena
representación»
(o la menos mala) antes de asumir que la representación misma es
parte del problema.
¿Que
así tendríamos un Parlamento más colorido, con jóvenes
universitarios muy leídos dispuestos a luchar a brazo partido en
defensa de nuestros intereses? Sea. Pero no dejaría por ello de ser
un Parlamento; igual que una central nuclear pintada de rosa chicle
no deja de ser lo que es. Las Instituciones, el Estado, la Industria,
el Desarrollo, no son meras herramientas que utilizadas de buena fe
den resultados distintos de los que sufrimos a diario. Son, siempre
lo han sido, formas de relación social, y todos aquellos que se
presentan como los próximos gestores no hacen más que perpetuarlas.
Por tanto, ni «podemos»
ni «queremos»
formar parte del rebaño, mucho menos convertirnos en pastores.
Diremos,
con Albert Libertad:
«Que
el ganado electoral sea guiado a correazos, es algo que nos importa
poco; el problema es que construye vallados tras los cuales se
encierra y quiere encerrarnos, que nombra a los amos que lo dirigirán
y quieren dirigirnos».
Transformar la sociedad que
necesita los Parlamentos, la Industria y el Desarrollo, requiere
dejar de participar en ella. Y eso no se hace eligiendo amos
«mejores».
La pregunta evidente del coro que siempre opta por el mal menor dice:
«Y
entonces, ¿vosotros cómo hacéis para sustraeros a las condiciones
de vida que tanto criticáis?»
Respuesta: «Lo
hacemos como todo el mundo; con muchísima dificultad.»
lunes, 27 de enero de 2014
¿Haussmann en Burgos?

Aclamado
por unos y vituperado por otros, Haussmann pasó a la historia como
el artífice de la destrucción del viejo París, de la antigua
ciudad medieval, y el azote de las «clases
peligrosas», los más
pobres, a los que desplazó con sus intervenciones urbanísticas y su
concepción militar del ordenamiento urbano. A la vez, también fue
el modernizador de París, el que acometió las obras públicas más
importantes y llevó a cabo un «saneamiento»
a gran escala de una de las ciudades más importantes de Europa.
Pero
no se suele hablar tanto de cómo Haussmann puso en marcha el
mecanismo de endeudamiento público y transferencia del gran capital
financiero a la producción del espacio urbano, a través de los
grandes proyectos de remodelación de la ciudad. Junto a los hermanos
Pereire, fundadores del Credit Mobilier, Haussmann anticipó una
pauta fundamental para el capitalismo, aun vigente en nuestros días:
ante las crisis cíclicas de empleo y acumulación de capital, la
remodelación urbana hacía fluir el dinero a través del crédito y
la construcción, obteniendo grandes beneficios y reestructurando las
relaciones sociales a través de la ordenación del espacio. Esta
«destrucción creativa»
no ha dejado de reproducirse desde entonces.
Cuando
en 1870 fue destituido por el mismo Napoleón III que le había
conferido poderes casi absolutos sobre París, Haussmann había
endeudado hasta la asfixia a la ciudad, entregándola a los intereses
financieros de los acreedores que habían costeado sus grandes obras.
Como
muchos otros protagonistas de la historia, en Haussmann su grandeza
es inseparable de su miseria. Al parecer ni siquiera se enriqueció
personalmente poniendo en marcha su apisonadora urbanística. A su
modo, era un idealista de la «linea
recta» y un vanguardista
en el arte de la contabilidad creativa. En sus últimos años, se
retiró para dedicarse a escribir cómo se las había ingeniado en
los tres volúmenes de sus Memorias.
Sus
planes para la remodelación urbana de la capital de Francia fueron
tan lejos en el ejercicio del poder que cualquier imitador posterior
palidece a su lado. Y si hubiese podido aconsejar a ese torpe
aprendiz, mediocre y desdichado, que actualmente preside el
Ayuntamiento de Burgos, seguramente le hubise dicho: «No
hagas planes pequeños».
Pero
Burgos no es París, ni Lacalle es Haussmann, ni el estado español
es el Segundo Imperio. Lo que ha surgido aquí tras el ciclo de
especulación inmobiliaria, ―a parte de toda la mierda que había
debajo de la alfombra y sobre los mismos escaños del Parlamento―,
son un “Pozero”, un Julián Muñoz, un Ortiz (ese constructuor con
pinta de buhonero venido a más) o un Méndez Pozo, Haussmanns de
chichinabo, como diría un buen amigo; ambiciosos de pacotilla, tan
mezquinos como sus motivaciones.
El
ciclo virtuoso del pelotazo urbanístico, al agotarse, ha dejado a la
vista de todos la ruina social y política a la que tantos bendijeron
mientras los intereses seguían bajos, el crédito fluía y no
paraban de construirse «urbanizaciones»
que producían, además, el tipo de masa sonámbula y asténica que
deambula cada fin de semana por los Centros Comerciales. Mientras
tanto, se iba apuntalando un régimen policial digno de cualquier
dictadura, que prometía mano dura para cualquiera que sacase los
pies del tiesto. Y que permite ahora que una descerebrada cualquiera
condene «los atentados de
Burgos». Así, no
sorprende que el pesebre de los tertulianos y columnistas, de un
signo y de otro, se lanzasen con la lengua fuera a desmarcarse de los
«actos violentos»
y las «muestras de
vandalismo.» ¿Tanto
desestabiliza a la sociedad la quema de un par de contenedores?
Estamos gobernados por auténticos psicópatas que no dudan en
condenar a millones a la miseria y la muerte, pero unos destrozos en
el mobiliario urbano de unas cuantas ciudades pasan por «intolerables
ataques a la democracia».
Así de sólida es, pues, esta supuesta democracia: quemando un par
de cajeros y apedreando unos cuantos coches de policía, es
suficiente para que se venga abajo.
Algunos
ya se están frotando las manos al intuir en el horizonte un
relanzamiento del crédito y la inauguración de un nuevo ciclo
especulativo. Total, los pisos vacíos de los bancos ya empiezan a
tener interés para los fondos de inversión internacionales que, por
cierto, no tienen ninguna intención de destinarlos al «alquiler
social».
Tendría
que existir un Gamonal en cada ciudad. Pero para que eso suceda hace
falta un compromiso férreo en el rechazo no tanto de los «excesos»
de un orden corrupto y decadente como el que sufrimos, sino de su
naturaleza misma, de las bases materiales que permiten que,
cuando todo va bien, se forjen esos pequeños haussmanns,
mediocres y rastreros, que hoy ostentan el mando. En las condiciones
actuales, un gobierno, del tipo que sea, sólo puede atender un
pequeño número de grandes intereses. Y si les asusta, hasta el
punto de querer suspender toda libertad, el fuego con que se prenden
un par de papeleras, ¿qué harán, entonces, cuando las llamas
lleguen hasta la puerta de sus casas?
lunes, 13 de enero de 2014
El "songbun" nuestro de cada día
«[…]
ser sujeto de un determinismo social ―y político― que decide el
destino, la clase y las oportunidades de alimentarse, recibir
educación, encontrar empleo o simplemente vivir.»
La frase se refería al
songbun, el sistema de clasificación social que supuestamente
rige en Corea del Norte, y que al parecer implantó Kim Il-sung a
principios del siglo XX. Me pregunté por qué, sin haber estado
jamás en Corea (ni del Norte ni del Sur) me era tan familiar eso de
«ser sujeto de un
determinismo social». Por
qué, sin ser súbdito de Kim Jon-ung (nieto del anterior), me sonaba
tanto que alguien decidiese las oportunidades de alimentarse,
recibir educación o encontrar un empleo de la mayoría.
La
noticia estaba redactada, evidentemente, para provocar la indignación
moral del lector occidental bienpensante. Pero algo no funcionaba.
Seguí leyendo. El sistema, según contaba el artículo ―reseñando
un informe con el novelero título Songbun, marcados de por vida―,
distribuye a la población en tres grandes grupos: «Leales,
Vacilantes y Hostiles»,
dependiendo del apego o desafección respecto al régimen. A partir
de ser incluido en una de estas categorías, se tendría acceso o no
a determinados bienes de primera necesidad (en lo más bajo del
escalafón), y a prebendas y privilegios como poder vivir en la
capital Pyongyang (en lo más alto).
Avanzando
en la lectura, se relataba cómo estas categorías tenían que ver
sobre todo con los conflictos bélicos con Japón, que dominó Corea
de 1910 a 1945, y con las tensas relaciones con Corea del Sur desde
la guerra 1950-53. Quienes lucharon contra los nipones y quienes
defendieron la unificación de una Corea socialista estarían dentro
de los «Leales».
Se
especificaba, además, que el régimen reserva un «trato
preferente» a los
«Leales»
en materia de vivienda, empleo o sanidad; para los «Vacilantes»
se destinan los trabajos poco cualificados y no se garantiza el
acceso a determinados servicios como la educación o un empleo
estable, pero no se los persigue de ningún modo. Finalmente, los
«Hostiles»
sólo podrían acceder a los trabajos más duros y peligrosos,
habitar en regiones alejadas de la capital, y estarían sometidos a
un racionamiento de los alimentos. Todo esto según el informe
mencionado.
Pues
bien, nada de aquel relato (real o fantástico) consiguió movilizar
mi indignación. Es más, a medida que avanzaba en la lectura,
encontraba muchas semejanzas con nuestras sociedades tecnológicas y
supuestamente democráticas. Efectivamente, hay un grupo que detenta
ciertos privilegios, otro que varía entre dar su apoyo a estos
primeros o indignarse por no poder acceder a las mismas recompensas,
y otro que definitivamente tienen racionada su existencia y sólo
pueden aspirar a sobrevivir. Y también observé algunas diferencias:
por ejemplo, a los reconocidos enemigos del régimen norcoreano no se
les prometería que con su esfuerzo podrán remontar en la escala
social, no se les incentivaría para que ser emprendedores, ni se les
inculcaría un pensamiento positivo, ni se les premiaría como si
fuesen niños que se han portado mal. Pero tampoco se les culparía
de su fracaso: simplemente serían catalogados como enemigos del
Estado y así se los reconocería públicamente. Optaron por un bando
y perdieron, eso sería todo.
Nuestro
songbun cotidiano, sin embargo, no reconoce a los enemigos
internos. Pretende erradicarlos y hacer imposible cualquier crítica
al orden establecido. Trata de reducir a sus detractores a la
inexistencia, y en ocasiones lo consigue. El songbun
norcoreano diría: «el
sistema tiene un problema contigo: estás jodido».
El nuestro reza: «eres tú
quien tiene un problema con el sistema: estás jodido».
Que, sobre el papel, uno venga establecido por una dictadura y el
otro por una democracia no significa mucho para la conclusión, en
ambos casos idéntica: estamos jodidos.
Cuando
Kim Il-sung estableció sus supuestas categorías, calculó que, de
toda la población norcoreana, un 20% eran Leales, un 55% Vacilantes
y el 20% restante Hostiles. Si eso es cierto, querría decir que Kim
Il-sung no pretendía siquiera hablar por boca de una mayoría. Es
más, concedía un porcentaje mayor a aquellos que estaban en su
contra o podían estarlo, y por eso no los trataba como imbéciles
sino como adversarios políticos. Se trataría de un ejercicio del
poder de otro tiempo, realista y con un gran sentido de Estado, me
atrevería a decir. Que después haya culminado en una dictadura
hereditaria no le quita su mérito. Nosotros también heredamos un
Jefe de Estado militar de manos de un dictador, y actualmente nos
gobiernan los descendientes de aquella dictadura, y sin embargo la
mezquindad y la hipocresía son moneda corriente en todo lo que huele
a política. De modo que no somos los más adecuados para dar clases
de justicia social y apertura democrática, ni siquiera a los
norcoreanos.
Nuestro
songbun de cada día pretende estar siempre en mayoría frente
a quienes se oponen al estado de cosas establecido, y aunque los
considera como enemigos rara vez lo dice públicamente: prefiere
hacer ver que todo funciona relativamente bien y que los problemas
sociales los causan unos cuantos inadaptados y terroristas. Les dice
a sus súbditos que, con esfuerzo, pueden llegar a lo más alto de la
escala social, y, al mismo tiempo que los condena al fracaso, les
espeta en la cara: «no
merecéis nada mejor».
También reparte sus supuestos privilegios entre los leales y condena
a los hostiles, aparentando además que su intervención humanitaria
salva a muchos de su ineptitud para adaptarse al juego del libre
mercado.
Nuestro
songbun es el Desarrollo, que ha reducido la existencia a una
vida administrada, en la que cada cual es libre de elegir la forma en
la que quiere someterse, pero poco más. En nuestro songbun
los Vacilantes y los Hostiles estarían igualmente etiquetados y
oprimidos, pero la propaganda constante les diría que son ellos
mismos quienes se condenan, y que además tienen la obligación de
esforzarse para seguir siendo fieles a aquello que los aplasta.
Por
eso, en lugar de indignarme con la aberración del sistema
norcoreano, reafirmé mi convicción de lo insufrible del nuestro.
Que, eso sí, tiene la ventaja de hacer creer a quienes lo sufren que
ellos mismos lo han elegido y que, al fin y al cabo, la cosa podría
ser peor. «Por supuesto»,
me dije al cerrar el periódico, «podríamos
ser norcoreanos. Así, por lo menos, sabríamos a qué nos
enfrentamos.»
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