lunes, 13 de enero de 2014

El "songbun" nuestro de cada día


Hace unas semanas leí esto en un periódico:

«[…] ser sujeto de un determinismo social ―y político― que decide el destino, la clase y las oportunidades de alimentarse, recibir educación, encontrar empleo o simplemente vivir.»

La frase se refería al songbun, el sistema de clasificación social que supuestamente rige en Corea del Norte, y que al parecer implantó Kim Il-sung a principios del siglo XX. Me pregunté por qué, sin haber estado jamás en Corea (ni del Norte ni del Sur) me era tan familiar eso de «ser sujeto de un determinismo social». Por qué, sin ser súbdito de Kim Jon-ung (nieto del anterior), me sonaba tanto que alguien decidiese las oportunidades de alimentarse, recibir educación o encontrar un empleo de la mayoría.
La noticia estaba redactada, evidentemente, para provocar la indignación moral del lector occidental bienpensante. Pero algo no funcionaba. Seguí leyendo. El sistema, según contaba el artículo ―reseñando un informe con el novelero título Songbun, marcados de por vida―, distribuye a la población en tres grandes grupos: «Leales, Vacilantes y Hostiles», dependiendo del apego o desafección respecto al régimen. A partir de ser incluido en una de estas categorías, se tendría acceso o no a determinados bienes de primera necesidad (en lo más bajo del escalafón), y a prebendas y privilegios como poder vivir en la capital Pyongyang (en lo más alto).
Avanzando en la lectura, se relataba cómo estas categorías tenían que ver sobre todo con los conflictos bélicos con Japón, que dominó Corea de 1910 a 1945, y con las tensas relaciones con Corea del Sur desde la guerra 1950-53. Quienes lucharon contra los nipones y quienes defendieron la unificación de una Corea socialista estarían dentro de los «Leales».
Se especificaba, además, que el régimen reserva un «trato preferente» a los «Leales» en materia de vivienda, empleo o sanidad; para los «Vacilantes» se destinan los trabajos poco cualificados y no se garantiza el acceso a determinados servicios como la educación o un empleo estable, pero no se los persigue de ningún modo. Finalmente, los «Hostiles» sólo podrían acceder a los trabajos más duros y peligrosos, habitar en regiones alejadas de la capital, y estarían sometidos a un racionamiento de los alimentos. Todo esto según el informe mencionado.
Pues bien, nada de aquel relato (real o fantástico) consiguió movilizar mi indignación. Es más, a medida que avanzaba en la lectura, encontraba muchas semejanzas con nuestras sociedades tecnológicas y supuestamente democráticas. Efectivamente, hay un grupo que detenta ciertos privilegios, otro que varía entre dar su apoyo a estos primeros o indignarse por no poder acceder a las mismas recompensas, y otro que definitivamente tienen racionada su existencia y sólo pueden aspirar a sobrevivir. Y también observé algunas diferencias: por ejemplo, a los reconocidos enemigos del régimen norcoreano no se les prometería que con su esfuerzo podrán remontar en la escala social, no se les incentivaría para que ser emprendedores, ni se les inculcaría un pensamiento positivo, ni se les premiaría como si fuesen niños que se han portado mal. Pero tampoco se les culparía de su fracaso: simplemente serían catalogados como enemigos del Estado y así se los reconocería públicamente. Optaron por un bando y perdieron, eso sería todo.
Nuestro songbun cotidiano, sin embargo, no reconoce a los enemigos internos. Pretende erradicarlos y hacer imposible cualquier crítica al orden establecido. Trata de reducir a sus detractores a la inexistencia, y en ocasiones lo consigue. El songbun norcoreano diría: «el sistema tiene un problema contigo: estás jodido». El nuestro reza: «eres quien tiene un problema con el sistema: estás jodido». Que, sobre el papel, uno venga establecido por una dictadura y el otro por una democracia no significa mucho para la conclusión, en ambos casos idéntica: estamos jodidos.
Cuando Kim Il-sung estableció sus supuestas categorías, calculó que, de toda la población norcoreana, un 20% eran Leales, un 55% Vacilantes y el 20% restante Hostiles. Si eso es cierto, querría decir que Kim Il-sung no pretendía siquiera hablar por boca de una mayoría. Es más, concedía un porcentaje mayor a aquellos que estaban en su contra o podían estarlo, y por eso no los trataba como imbéciles sino como adversarios políticos. Se trataría de un ejercicio del poder de otro tiempo, realista y con un gran sentido de Estado, me atrevería a decir. Que después haya culminado en una dictadura hereditaria no le quita su mérito. Nosotros también heredamos un Jefe de Estado militar de manos de un dictador, y actualmente nos gobiernan los descendientes de aquella dictadura, y sin embargo la mezquindad y la hipocresía son moneda corriente en todo lo que huele a política. De modo que no somos los más adecuados para dar clases de justicia social y apertura democrática, ni siquiera a los norcoreanos.
Nuestro songbun de cada día pretende estar siempre en mayoría frente a quienes se oponen al estado de cosas establecido, y aunque los considera como enemigos rara vez lo dice públicamente: prefiere hacer ver que todo funciona relativamente bien y que los problemas sociales los causan unos cuantos inadaptados y terroristas. Les dice a sus súbditos que, con esfuerzo, pueden llegar a lo más alto de la escala social, y, al mismo tiempo que los condena al fracaso, les espeta en la cara: «no merecéis nada mejor». También reparte sus supuestos privilegios entre los leales y condena a los hostiles, aparentando además que su intervención humanitaria salva a muchos de su ineptitud para adaptarse al juego del libre mercado.
Nuestro songbun es el Desarrollo, que ha reducido la existencia a una vida administrada, en la que cada cual es libre de elegir la forma en la que quiere someterse, pero poco más. En nuestro songbun los Vacilantes y los Hostiles estarían igualmente etiquetados y oprimidos, pero la propaganda constante les diría que son ellos mismos quienes se condenan, y que además tienen la obligación de esforzarse para seguir siendo fieles a aquello que los aplasta.
Por eso, en lugar de indignarme con la aberración del sistema norcoreano, reafirmé mi convicción de lo insufrible del nuestro. Que, eso sí, tiene la ventaja de hacer creer a quienes lo sufren que ellos mismos lo han elegido y que, al fin y al cabo, la cosa podría ser peor. «Por supuesto», me dije al cerrar el periódico, «podríamos ser norcoreanos. Así, por lo menos, sabríamos a qué nos enfrentamos.»


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