«[…]
ser sujeto de un determinismo social ―y político― que decide el
destino, la clase y las oportunidades de alimentarse, recibir
educación, encontrar empleo o simplemente vivir.»
La frase se refería al
songbun, el sistema de clasificación social que supuestamente
rige en Corea del Norte, y que al parecer implantó Kim Il-sung a
principios del siglo XX. Me pregunté por qué, sin haber estado
jamás en Corea (ni del Norte ni del Sur) me era tan familiar eso de
«ser sujeto de un
determinismo social». Por
qué, sin ser súbdito de Kim Jon-ung (nieto del anterior), me sonaba
tanto que alguien decidiese las oportunidades de alimentarse,
recibir educación o encontrar un empleo de la mayoría.
La
noticia estaba redactada, evidentemente, para provocar la indignación
moral del lector occidental bienpensante. Pero algo no funcionaba.
Seguí leyendo. El sistema, según contaba el artículo ―reseñando
un informe con el novelero título Songbun, marcados de por vida―,
distribuye a la población en tres grandes grupos: «Leales,
Vacilantes y Hostiles»,
dependiendo del apego o desafección respecto al régimen. A partir
de ser incluido en una de estas categorías, se tendría acceso o no
a determinados bienes de primera necesidad (en lo más bajo del
escalafón), y a prebendas y privilegios como poder vivir en la
capital Pyongyang (en lo más alto).
Avanzando
en la lectura, se relataba cómo estas categorías tenían que ver
sobre todo con los conflictos bélicos con Japón, que dominó Corea
de 1910 a 1945, y con las tensas relaciones con Corea del Sur desde
la guerra 1950-53. Quienes lucharon contra los nipones y quienes
defendieron la unificación de una Corea socialista estarían dentro
de los «Leales».
Se
especificaba, además, que el régimen reserva un «trato
preferente» a los
«Leales»
en materia de vivienda, empleo o sanidad; para los «Vacilantes»
se destinan los trabajos poco cualificados y no se garantiza el
acceso a determinados servicios como la educación o un empleo
estable, pero no se los persigue de ningún modo. Finalmente, los
«Hostiles»
sólo podrían acceder a los trabajos más duros y peligrosos,
habitar en regiones alejadas de la capital, y estarían sometidos a
un racionamiento de los alimentos. Todo esto según el informe
mencionado.
Pues
bien, nada de aquel relato (real o fantástico) consiguió movilizar
mi indignación. Es más, a medida que avanzaba en la lectura,
encontraba muchas semejanzas con nuestras sociedades tecnológicas y
supuestamente democráticas. Efectivamente, hay un grupo que detenta
ciertos privilegios, otro que varía entre dar su apoyo a estos
primeros o indignarse por no poder acceder a las mismas recompensas,
y otro que definitivamente tienen racionada su existencia y sólo
pueden aspirar a sobrevivir. Y también observé algunas diferencias:
por ejemplo, a los reconocidos enemigos del régimen norcoreano no se
les prometería que con su esfuerzo podrán remontar en la escala
social, no se les incentivaría para que ser emprendedores, ni se les
inculcaría un pensamiento positivo, ni se les premiaría como si
fuesen niños que se han portado mal. Pero tampoco se les culparía
de su fracaso: simplemente serían catalogados como enemigos del
Estado y así se los reconocería públicamente. Optaron por un bando
y perdieron, eso sería todo.
Nuestro
songbun cotidiano, sin embargo, no reconoce a los enemigos
internos. Pretende erradicarlos y hacer imposible cualquier crítica
al orden establecido. Trata de reducir a sus detractores a la
inexistencia, y en ocasiones lo consigue. El songbun
norcoreano diría: «el
sistema tiene un problema contigo: estás jodido».
El nuestro reza: «eres tú
quien tiene un problema con el sistema: estás jodido».
Que, sobre el papel, uno venga establecido por una dictadura y el
otro por una democracia no significa mucho para la conclusión, en
ambos casos idéntica: estamos jodidos.
Cuando
Kim Il-sung estableció sus supuestas categorías, calculó que, de
toda la población norcoreana, un 20% eran Leales, un 55% Vacilantes
y el 20% restante Hostiles. Si eso es cierto, querría decir que Kim
Il-sung no pretendía siquiera hablar por boca de una mayoría. Es
más, concedía un porcentaje mayor a aquellos que estaban en su
contra o podían estarlo, y por eso no los trataba como imbéciles
sino como adversarios políticos. Se trataría de un ejercicio del
poder de otro tiempo, realista y con un gran sentido de Estado, me
atrevería a decir. Que después haya culminado en una dictadura
hereditaria no le quita su mérito. Nosotros también heredamos un
Jefe de Estado militar de manos de un dictador, y actualmente nos
gobiernan los descendientes de aquella dictadura, y sin embargo la
mezquindad y la hipocresía son moneda corriente en todo lo que huele
a política. De modo que no somos los más adecuados para dar clases
de justicia social y apertura democrática, ni siquiera a los
norcoreanos.
Nuestro
songbun de cada día pretende estar siempre en mayoría frente
a quienes se oponen al estado de cosas establecido, y aunque los
considera como enemigos rara vez lo dice públicamente: prefiere
hacer ver que todo funciona relativamente bien y que los problemas
sociales los causan unos cuantos inadaptados y terroristas. Les dice
a sus súbditos que, con esfuerzo, pueden llegar a lo más alto de la
escala social, y, al mismo tiempo que los condena al fracaso, les
espeta en la cara: «no
merecéis nada mejor».
También reparte sus supuestos privilegios entre los leales y condena
a los hostiles, aparentando además que su intervención humanitaria
salva a muchos de su ineptitud para adaptarse al juego del libre
mercado.
Nuestro
songbun es el Desarrollo, que ha reducido la existencia a una
vida administrada, en la que cada cual es libre de elegir la forma en
la que quiere someterse, pero poco más. En nuestro songbun
los Vacilantes y los Hostiles estarían igualmente etiquetados y
oprimidos, pero la propaganda constante les diría que son ellos
mismos quienes se condenan, y que además tienen la obligación de
esforzarse para seguir siendo fieles a aquello que los aplasta.
Por
eso, en lugar de indignarme con la aberración del sistema
norcoreano, reafirmé mi convicción de lo insufrible del nuestro.
Que, eso sí, tiene la ventaja de hacer creer a quienes lo sufren que
ellos mismos lo han elegido y que, al fin y al cabo, la cosa podría
ser peor. «Por supuesto»,
me dije al cerrar el periódico, «podríamos
ser norcoreanos. Así, por lo menos, sabríamos a qué nos
enfrentamos.»
Cada día me abres caminos nuevos para reflexionar
ResponderEliminar