Leí
una noticia en el periódico esta semana: un automovilista mató al
conductor de un ciclomotor, tras una extraña maniobra. El giro inexplicable que
realizó el vehículo, saltándose todas las señalizaciones, se
debió a que el GPS le indicó al piloto un perentorio «gire
a la derecha» al que obedeció inmediatamente pese a toda evidencia.
Jaques
Ellul, uno de los más lúcidos críticos de la técnica del siglo
XX,
decía en una entrevista que nuestra situación ante el desarrollo
acelerado de la sociedad tecnológica se asemejaba a la de un
automovilista que circula a más de 120 kilómetros por hora: ya no
se puede decir que guíe el vehículo que tiene entre las manos, tan
sólo puede reaccionar, con un mínimo margen de maniobra, ante
cualquier eventualidad que surja en esa situación en la que su
cuerpo, insertado en la máquina, está sujeto a una inercia muy
superior a sus fuerzas. En definitiva: que es el vehículo mismo
quien guía al piloto, y este sólo puede encomendarse a la
fiabilidad técnica, con la esperanza de que no se produzca ningún
accidente.
En
la progresión ascendente de nuestra complejidad tecnológica, es esa
misma inercia
la que nos sigue arrastrando. Todas las prótesis tecnológicas que
se añaden a nuestra vida para no tener que tomar decisiones nos
hacen más vulnerables, nos someten más al criterio de la máquina
y, en última instancia, como en el caso del accidente que he
comentado, pueden llegar a sustituir incluso nuestro sentido de la
realidad.
Si
ya nos encontramos inmersos en una aceleración sobre la que poco o
nada podemos hacer por guiar, la respuesta de los tecnólogos sigue
siendo la misma: multipliquemos entonces las prótesis para que el
falible y poco confiable ser humano no tenga que tomar decisiones. La
automatización de cada vez más aspectos de la vida, responde a esa
voluntad de controlar, medir y administrar cualquier respuesta no
adaptada al funcionamiento de la maquinaria. Y su utopía se viene
cumpliendo cada día: a fuerza de facilitarnos
tanto la vida, ya no
podemos confiar en nuestros sentidos, atrofiados como están de tanto
recibir estímulos y reaccionar inmediatamente a las órdenes,
memorizar claves, códigos, contraseñas, números. Por ello
necesitamos más tecnología que nos siga facilitando nuestra difícil
adaptación y conversión paulatina en autómatas biodegradables.
Lo
que Langdon Winner llamó en su día «sonambulismo
tecnológico»,
expresa muy bien esta sensación de estar marchando con el piloto
automático. Pero
mientras nuestro cuerpo se sigue adentrando en el entramado
tecnológico, nuestra mente sigue pensando en términos religiosos, y
por ello asistimos a la creación de una nueva fe, con su
iconografía, sus mártires y sus santos.
El
pasado 11 de marzo se cumplió el tercer aniversario del accidente
nuclear de Fukushima. Ningún avance tecnológico pudo evitar el
desastre. Al contrario, el mero hecho de la existencia de los
reactores nucleares en la costa japonesa era ya un desastre, porque a
partir del momento de su construcción ya sólo cabía encomendarse a
la fe tecnológica que nada pudo hacer en el momento decisivo. Hoy
los contadores Geiger miden la radiactividad, los expertos barajan
«niveles
aceptables»
de exposición para las poblaciones cercanas, y todos nosotros
debemos conectar el piloto automático para seguir avanzando hacia la
integración con la máquina.
La
religión tecnológica, como su antecesora, rinde culto a la muerte y
nos promete que más
adelante
encontraremos la salvación. Mientras tanto, su sermón diario reza:
«consuman,
abran su cuenta en twitter, y no pierdan la esperanza».
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