miércoles, 19 de marzo de 2014

Piloto automático


 
Leí una noticia en el periódico esta semana: un automovilista mató al conductor de un ciclomotor, tras una extraña maniobra. El giro inexplicable que realizó el vehículo, saltándose todas las señalizaciones, se debió a que el GPS le indicó al piloto un perentorio «gire a la derecha» al que obedeció inmediatamente pese a toda evidencia.
Jaques Ellul, uno de los más lúcidos críticos de la técnica del siglo XX, decía en una entrevista que nuestra situación ante el desarrollo acelerado de la sociedad tecnológica se asemejaba a la de un automovilista que circula a más de 120 kilómetros por hora: ya no se puede decir que guíe el vehículo que tiene entre las manos, tan sólo puede reaccionar, con un mínimo margen de maniobra, ante cualquier eventualidad que surja en esa situación en la que su cuerpo, insertado en la máquina, está sujeto a una inercia muy superior a sus fuerzas. En definitiva: que es el vehículo mismo quien guía al piloto, y este sólo puede encomendarse a la fiabilidad técnica, con la esperanza de que no se produzca ningún accidente.
En la progresión ascendente de nuestra complejidad tecnológica, es esa misma inercia la que nos sigue arrastrando. Todas las prótesis tecnológicas que se añaden a nuestra vida para no tener que tomar decisiones nos hacen más vulnerables, nos someten más al criterio de la máquina y, en última instancia, como en el caso del accidente que he comentado, pueden llegar a sustituir incluso nuestro sentido de la realidad.
Si ya nos encontramos inmersos en una aceleración sobre la que poco o nada podemos hacer por guiar, la respuesta de los tecnólogos sigue siendo la misma: multipliquemos entonces las prótesis para que el falible y poco confiable ser humano no tenga que tomar decisiones. La automatización de cada vez más aspectos de la vida, responde a esa voluntad de controlar, medir y administrar cualquier respuesta no adaptada al funcionamiento de la maquinaria. Y su utopía se viene cumpliendo cada día: a fuerza de facilitarnos tanto la vida, ya no podemos confiar en nuestros sentidos, atrofiados como están de tanto recibir estímulos y reaccionar inmediatamente a las órdenes, memorizar claves, códigos, contraseñas, números. Por ello necesitamos más tecnología que nos siga facilitando nuestra difícil adaptación y conversión paulatina en autómatas biodegradables.
Lo que Langdon Winner llamó en su día «sonambulismo tecnológico», expresa muy bien esta sensación de estar marchando con el piloto automático. Pero mientras nuestro cuerpo se sigue adentrando en el entramado tecnológico, nuestra mente sigue pensando en términos religiosos, y por ello asistimos a la creación de una nueva fe, con su iconografía, sus mártires y sus santos.
El pasado 11 de marzo se cumplió el tercer aniversario del accidente nuclear de Fukushima. Ningún avance tecnológico pudo evitar el desastre. Al contrario, el mero hecho de la existencia de los reactores nucleares en la costa japonesa era ya un desastre, porque a partir del momento de su construcción ya sólo cabía encomendarse a la fe tecnológica que nada pudo hacer en el momento decisivo. Hoy los contadores Geiger miden la radiactividad, los expertos barajan «niveles aceptables» de exposición para las poblaciones cercanas, y todos nosotros debemos conectar el piloto automático para seguir avanzando hacia la integración con la máquina.
La religión tecnológica, como su antecesora, rinde culto a la muerte y nos promete que más adelante encontraremos la salvación. Mientras tanto, su sermón diario reza: «consuman, abran su cuenta en twitter, y no pierdan la esperanza».

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